Autoayuda
Estos días dispongo de dos nuevos métodos de autoayuda para huir de la realidad reinante, sobre todo de los debates televisivos de tres horas que versan sobre el color de la ropa interior -¿o era de la vida interior?, ¿o de la boda anterior, cielos?- de Carmina Ordóñez.Por la noche le doy a la melatonina y me concentro para inducirme no ya el sueño, sino sueños, sueños venturosos que me devuelven al amanecer fresca como un vergel. Engullo la píldora, ayudándome con agua mineral gaseada, perdón, quiero decir con gas, en qué estaría yo pensando, y luego cierro los ojos y convoco a Ralph Fiennes.
Pues bien: hace dos noches que se me pone a tiro. En la primera tuve la duda de si me querría o no, pero en la segunda me acompañó a un concierto en la Plaça del Rei de Barcelona y cuando mi vecina de asiento, que era Isabel II de Inglaterra, me miró mal, él le dio con The Times en toda la testa. Así que ardo en deseos de llegar en trance de melatonina y un tentación fucsia a esta noche, que será la tercera de nuestra relación.
Lamentablemente, el efecto Fiennes se me pasa a mediodía, pero para entonces dispongo del remedio ideal que prolonga mi estado de éxtais. Leer -y releer-, allí donde me encuentre, la maravilla de libro que Diego Galán ha organizado y escrito, realizando un fino trabajo -porque les ves, les oyes, casi les tocas-, con el diálogo entre dos sabios, dos maestros, dos artistas- dos personas, dos hombres llamados Fernando Fernán-Gómez y Eduardo Haro Tecglen. La buena memoria (Alfaguara) de ambos personajes, ordenada, encauzada y puntualizada por Galán, es un repaso viviente e iconoclasta a la historia de nuestro siglo, una culta rebeldía indispensable para no ahogarnos en esta banalidad hortera.
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