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LA PARTIDA DEL ASTRO BRASILEÑO

El largo y adiós

En el Barça costará asimilar la partida de Ronaldo tanto por su legado como por las expectativas de su fútbol

Ramon Besa

Nunca un adiós había resultado tan largo. Costará asimilar la partida de Ronaldo. Ha sido tan indigesta que al hincha culé se le revuelven las tripas. Hay quien vomita sobre los agentes del ariete, otros descargan su contrariedad contra el presidente del club, también los hay que no entienden las declaraciones rencorosas del jugador y algunos se duelen por la pérdida del futbolista sin pretender reparar en nada más, actitud difícil de aceptar en una institución sacudida por cierta fractura social.La huella de Ronaldinho no será jamás tan honda como la de Samitier, Kubala, Suárez, Cruyff o Maradona, futbolistas que en su día abrieron un largo debate en el club por su proceder. Ni siquiera dejará en el corazón de los barcelonistas la herida de Neeskens, Simonsen o Lineker, menos futbolistas y, sin embargo, más cules, pese a que el brasileño ha hecho llegar desde Oslo la sensación de desasosiego por no poder volver a ponerse la zamarra azulgrana; de añoranza por los partidos de fútbol 7 que siempre que podía arbitraba, por esas comidas rápidas en el Planet Hollywood o el Puerto Olímpico, o incluso por esa tortilla de patatas que le llevaba la mujer de su amigo Rafa Carrasco, y de desdicha por desmontar esa casa de Castelldefels, esa mansión tan grande y alegre, donde se acurrucaba con Ronaldinha.

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Los hay que sospechan que Ronaldo sólo vibraba con su novia y lo demás era puro engaño, un producto de mercadotecnia en manos de Nike que juega con Brasil y al que mantienen ya sea en Eindhoven Barcelona o seguramente Milán. Un mercenario, al fin y al cabo, que tiene vida por sí solo, capaz de actuar por acción u omisión, empeñado en que cada jugada sea un spot publicitario mejor que el anterior.

Ronaldo siempre ha gustado de aparecer en la pantalla sin acompañantes, rodeado de contrarios, sin que se sepa por dónde anda el árbitro, con la grada expectante. Ha llegado a capitalizar el juego hasta tal punto que el partido se reduce a una pugna entre él y los rivales con el balón de por medio. No hace falta que su equipo juegue bien para ganar. Basta con darle el cuero y Ronaldo redimirá, al grupo de sus pecados y acabará con las fuerzas del mal -representadas todas en el contra río- sin trampas, sin ningún engaño, sólo con su fútbol y esa aura que le protege de lo humano y lo diviniza, exclusiva del mejor del mundo. Ni su propio club ha sido capaz de blindarle. Ni el PSV ni ahora el Barça. Diríase que es un deportista cibernético con la sensibilidad de un humano. Arranca como Ben Johnson, corre como Carl Lewis, vuela como Michael Jordan y aterriza tan educadamente como Pete Sampras. Protegido por una carrocería acorazada, va eliminando rivales con la misma facilidad que gana metros para hacer honor a su máxima de que, en calidad de último hombre del equipo, suyo debe ser también el último remate.

Ocurrió así en Santiago de Compostela, donde además de creer en el apóstol están convencidos desde esta temporada de que un extraterrestre habita en el fútbol de este planeta; o contra el Valencia de Luis aquel día en que a todo el Camp Nou le dolía la pierna derecha por esa muslera que comprimía el gatillo de Ronaldinho y se sacó de la manga un tercer gol tan sublime que convirtió en anécdota los dos que había metido anteriormente; o frente al Deportivo esa última noche en que el Barça se despedía de la Liga sin remisión y apareció él en el último minuto y lo resucitó como si fuera el Mesías, cuando todavía no se sabía que aquélla iba a ser probablemente su última fotografía con la zamarra azulgrana.

Un paisaje, un marco, un mundo que fomenta el individualismo, el culto al jugador por encima del equipo, del colectivo, de la institución. Quizá por ello, porque nunca ha tenido dueño y ningún club se lo ha sentido suyo, no tiene otra razón social que Brasil y va de equipo en equipo, Ronaldo reduce cualquier asunto a una cuestión entre él y lo demás; quien lo disfruta también lo sufre, y desde este punto de vista nadie le podrá reprochar nada de manera particular. Ha cumplido con todo: un gol por partido (48 en 49, es decir, el 37% del equipo); Pichichi del campeonato (sus 34 goles no parecen al alcance ni de Alfonso -25- ni de Suker -22-); campeón de la Supercopa, con una actuación sublime en la ¡da en el estadio de MontjuÍc ante el Atlético de Madrid; ganador de la Recopa, con un gol suyo de penalti ante el Paris Saint-Germaín; finalista de la Copa del Rey tras aquel memorable partido contra el Atlético de Madrid, y a dos puntos del líder en la Liga cuando quedan tres jornadas.

El ascendiente de Ronaldo permitió que en las tardes de más modorra en el Camp Nou siempre quedara la recompensa de que' había valido la pena ir al estadio sólo para ver el último gesto del ariete brasileño. Y quizá por ello, simplemente por caballerosidad y no por gratitud con una persona en la que ya anida un sentimiento vengativo, sólo por volver a ver uno de sus anuncios televisivos, hoy hay quien aguarda todavía que Ronaldinho vuelva un día al Camp Nou -aunque no sea para vestirse de azulgrana- para darle el adiós que se merece el mejor futbolista del mundo, un adiós tan largo y rápido como su carrera única, o simplemente para poder decirle a la cara que su egoísmo es tan insultante, su vanidad tan abominable, que es mejor no vuelva nunca por esos parajes. Hoy, mientras dura el debate, a la espera del amanecer, el sol se ha puesto en la Liga de las estrellas, un síntoma de descanso tanto como de añoranza.

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Sobre la firma

Ramon Besa
Redactor jefe de deportes en Barcelona. Licenciado en periodismo, doctor honoris causa por la Universitat de Vic y profesor de Blanquerna. Colaborador de la Cadena Ser y de Catalunya Ràdio. Anteriormente trabajó en El 9 Nou y el diari Avui. Medalla de bronce al mérito deportivo junto con José Sámano en 2013. Premio Vázquez Montalbán.

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