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Conversación sobre cajas

Los tres amigos volvían a casa de noche, a la hora en que las autopistas comienzan a quedarse vacías. En algunos tramos, la luna aparecía entre las nubes e iluminaba con crudeza una llanura yerma, y ellos creían ver allí, en medio dé aquel paisaje, la sombra de un perro perdido o de una casa en ruinas. La soledad que les rodeaba, que les Iba rodeando kilómetro a kilómetro, se volvía entonces más solemne e incómoda, y les empujaba a salir de su ensimismamiento, a despegarse del monótono zumbido del motor' con un comentario trivial o la subida del volumen de la radio. Que no les cayera encima el peso de la noche, que los solitarios lugares que estaban recorriendo no les contagiaran su humor."Todavía siguen chillando", dijo el conductor tratando de buscar una emisora que no estuviera hablando de deportes. Deseaban tener un poco de ambiente en el coche, pero los chirriantes sonidos guturales que acompañaban a la crónica de los partidos de aquel día suponían un contraste excesivo. Entre el silencio de la naturaleza y la histeria de los locutores debía haber algo.

"Esto me parece bien", aprobó la mujer que viajaba en el asiento contiguo al del conductor. De los altavoces de la radio salían ahora las palabras de un comentarista de música que hablaba del tenor Pavarotti. Se trataba, decía, de un cantante de voz armoniosa y llena de matices, con una caja torácica lo suficientemente poderosa como para resaltar hasta la más nimia de las modulaciones.

"Es increíble. Si no hay deporte, hay ópera, y al revés", se quejó el hombre que viajaba en el asiento posterior con un suspiro de resignación. Estaba un poco bebido.

La voz de Pavarotti se extendió suavemente por el interior del coche. Afuera, la autopista también parecía suave, más acogedora que antes.

"Estoy pensando en el comentario que ha hecho antes el locutor", dijo de pronto la mujer. "Lo de la caja torácica de Pavarotti me ha recordado un par de cosas".

"Debe de ser una caja tres veces más grande que la mía. Lo digo por los berridos que da", manifestó el hombre que iba sentado atrás. Sabía que era injusto, puesto que lo que estaban oyendo, una grabación de La Bohéme, hacía honor a la etimología que relaciona las palabras melodía y miel, pero no quería abandonar su actitud displicente.

"No sabía que tu oído fuera tan sensible", dijo la mujer con frialdad.

"yo tampoco sabía que las cuestiones torácicas te interesaran tanto", insistió el hombre de atrás con una risita. Luego citó una marca de sostenes y volvió a reír.

"No empecéis a discutir, por favor", dijo el conductor. "Ya sé que sois un matrimonio. No necesito pruebas".

Al fondo del paisaje apareció una hilera de colinas de color blanquecino. La luna parecía estar justo allí, encima de ellas.

"En realidad, yo estaba pensando en un cuento que leí hace poco", comenzó la mujer pasando por alto la última parte de la conversación. "Era de Eduardo Mallea, y contaba el caso de un hombre al que todos dejan de escuchar, o mejor dicho, de oír. Cuando llega al club e intenta tomar parte en una conversación, sus amigos de siempre siguen hablando entre ellos sin reparar en él. Y en la calle, lo mismo. Los paseantes pasan de largo, ninguno le mira, ninguno responde a sus preguntas. El hombre tiene entonces la sensación de estar perdiendo sonoridad, como si su caja de resonancia se hubiese quebrado, o hubiese desaparecido. La cosa es grave porque, sin esa sonoridad, sin esa capacidad de llegar a los demás y suscitar su reacción, lo que está en juego es la propia existencia. Sin los demás, no hay existencia posible. No hay vida".

"Es lo que le pasa a Pavarotti cuando está afónico", dijo el hombre desde atrás.

"Leí el cuento y me quedé pensando en la función que tiene la caja de resonancia", continuó la mujer sin hacer caso. El conductor bajó el volumen de la radio para que ella no tuviera que forzar la voz. "Pensé que una nota de música apenas existe cuando el dedo del intérprete pulsa la cuerda de una guitarra. Comienza a existir de verdad cuando la caja de esa guitarra recoge el sonido básico y lo hace audible, es decir, social. Y lo mismo ocurre con los objetos o las personas

"La existencia siempre tiene un componente social, eso es verdad", dijo el conductor. "Sobre todo cuando nos referimos a personas. Recuerda, si no, el caso de los niños que encontraban en los bosques, los famosos niños salvajes del pasado. No eran capaces de hablar, corrían a cuatro patas, tenían una vista portentosa, eran inmunes a enfermedades tan corrientes como el catarro..., es decir, que se parecían más a anima-, les que a los seres humanos. ¿Por qué? Pues por el componente social. Porque se habían educado con lobos o con zorros, no en una familia y con otros niños".

"No me dejáis escuchar a Pavarotti", se quejo el hombre del asiento de atrás. Intentaba ser antipático.

"De acuerdo", le respondió el conductor subiendo el volumen de la radio y dando vida a las notas de La Bohéme. Viajaban en ese momento a 150 kilómetros por hora, muy cerca ya de las colinas blanquecinas iluminadas por la luna.

"Hoy en día no hay niños salvajes, pero son muchos los que no tienen una buena caja de resonancia", dijo la mujer inclinándose ligeramente hacia el conductor y hablándole desde más cerca. "¿Te has fijado en las ancianas cuando van al mercado? Siempre las verás hablando apresuradamente entre ellas, contándose sus enfermedades, sus problemas, sus planes. No las oirás en ningún otro sitio. Ni en la radio, ni en los periódicos, ni en su propia casa. Por decirlo así, no cuentan con más resonancia que la que ellas mismas se dan. Recuerdo un poema que decía: sólo un anciano se da cuenta de que ha muerto otro anciano.

"¿Os puedo contar un chiste?", dijo el hombre que iba en el asiento de atrás. "Pues se trata de un tipo que va donde su psiquiatra y cuando le toca el turno pasa al despacho y le dice: doctor, he acudido donde usted porque todo el mundo me ignora. Y dice el doctor: ¡que pase el siguiente!".

"Muy bien, Alberto. Me alegro de que participes en la conversación", dijo el conductor riendo.

Después de las colinas blanquecinas se extendía una ciudad, que asimilaba la luna y la convertía en una luz más. En la radio, el comentarista que había presentado a Pavarotti se estaba despidiendo de la audiencia.

"Cuando estuve en Inglaterra, tuve una amiga del Kurdistán", dijo la mujer en un tono más relajado que el empleado hasta ese momento. "Ella solía decir que nadie se acordaba de los kurdos hasta el día que mataban a mil de ellos. Si no había masacre, no había kurdos. Tenía razón. A los kurdos sólo les oímos a cambio de una catástrofe. En otro caso, la caja de resonancia no funciona".

"¿Y qué pasa con nosotros?", dijo el que viajaba atrás. "¿Qué pasa con los vascos? A ver, que lo explique la profesora sabelotodo".

"Explícalo tú. Para eso eres vasco", respondió la mujer. Su tono seguía siendo amable.

"Lo haré cuando bajéis la radio", dijo el hombre adelantando su cuerpo y apoyándose en los asientos delanteros. "Pues en el caso de los vascos, la caja de resonancia funciona, pero funciona mal", continuó cuando el interior del coche se quedó en silencio. "Quiero decir que nos recoge, que nos da existencia, pero reduciéndonos a un par de notas, siempre las mismas. ¿Que el intérprete toca Re? Pues la caja de resonancia convierte ese Re en Fa. ¿Que toca Sol? Pues la caja igual, sigue con su Fa. Siempre Fa. Y cuando no es Fa, pues Do. Y cuando no es Do, Fa. Y cuando no es Fa

"Como sigas así, se te va a trabar la lengua", dijo la mujer.

"No me voy a trabar, porque lo que intento explicar es muy sencillo", replicó el hombre. 'Tos vascos existimos de muchas maneras, pero la caja' de resonancia sólo nos recoge en dos registros. ¿No lees los periódicos? ¿En qué página nos colocan a nosotros? A mí me parece que únicamente en dos. En la dedicada a las manifestaciones rurales y en las que giran en torno al terrorismo".

En el horizonte aparecieron las luces de una estación de servicio, y el conductor aceleró la marcha. Estaban a punto de llegar a una ciudad, y la autopista tenía muchísima luz.

"Vamos a tomar un café'?, dijo. "No quiero que Alberto se ponga triste. Además, quiero explicarle cómo me siento yo con esto de la caja de resonancia. Por si no os acordáis, yo soy murciano".

"Ya sé que lo que nos ocurre a los vascos no es nada insólito. En realidad, es un problema universal, el de todas las personas que viven en una periferia, en cualquiera de las muchas que hay. Pero no quita para que proteste".

"Menos mal que de vez en cuando dices alguna cosa sensata", dijo la mujer. Para entonces, ya estaban aparcando frente a la cafetería de la estación de servicio.

"¿Veis esto?", dijo el conductor después de parar el motor. Se había detenido junto a un coche fúnebre. "Ahí tenéis otra caja de resonancia", añadió a continuación señalando el ataúd. "La única que mucha gente tendrá en su vida".

Se bajaron del coche riendo y fueron hacia la cafetería. La luna seguía en el cielo, más pálida que nunca.

Bernardo Atxaga es escritor

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