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La democracia de América Latina y la reforma del Estado

Afortunadamente pareciera que las versiones fundamentalistas sobre el Estado -el Estado que lo hace todo, en un sentido, o el Estado mínimo, en otro sentido- son ya cosa del pasado. En buena hora. El proceso de reformas económicas que los países de América Latina han puesto en marcha en los últimos años comienza a dar sus frutos. Se abatieron los procesos de inflación, se ha recuperado el crecimiento y ha retornado la confianza de los mercados de capitales. Además, los pronósticos del Fondo Monetario Internacional (FMI) para los próximos años son alentadores.Pero la sustentabilidad del proceso de reformas y la consolidación de economías de mercado eficientes que le permitan a nuestros países superar el doble desafío de la pobreza, en lo interno, y de la competitividad internacional en un mundo cada vez más globalizado, requiere avanzar en la reforma del Estado.

Ya se ha venido haciendo. Ha mejorado sustantivamente el manejo macroeconómico y se ha recuperado la salud fiscal. Los Gobiernos se han venido desprendiendo, a través de privatizaciones y concesiones, de actividades que hacen mal, en detrimento de lecturas prioritarias donde la presencia del Estado es imperativa e irremplazable. Y se están dando pasos para mejorar la capacidad del Estado para ejecutar eficientemente aquello que le corresponde hacer, por ejemplo, en salud, educación, medio ambiente, regulación de la competencia...

Sin embargo, una de las mayores debilidades que, con la excepción de Chile, muestran las economías de la región es la baja tasa de ahorro interno, y eso tiene relación con la reforma del Estado que se encuentra aún pendiente. Con el nivel de ahorro actual, 18% del PIB, comparado con el 28% de Chile y más del 30% de los países del este asiático, los países de la región no podrán tener un crecimiento que les permita vencer el desempleo y la pobreza y competir internacionalmente. Aquí reside la conexión entre el éxito económico y la reforma del Estado.

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Si se quiere incrementar el ahorro interno y el flujo de inversiones extranjeras productivas de mediano y largo plazo, los países deben ofrecer estabilidad jurídica y política de largo plazo. Esto significa consolidar el Estado de derecho, es decir, la democracia.

La reforma del Estado, aún pendiente en América Latina, debe concebirse como un proceso de reforma política orientada a consolidar las instituciones y reglas del juego del sistema democrático. Las reformas de carácter administrativo y organizacional, o de ingeniería institucional típicas de algunos procesos recientes, son necesarias, pero no suficientes.

La variable institucional ha penetrado con fuerza y señala diversos elementos para tomar en cuenta. Se requiere un sistema judicial independiente, eficiente y confiable. Órganos legislativos que legislen con calidad, fiscalicen con capacidad técnica y sean espacios de consenso y no de confrontación. Respeto a los derechos humanos y seguridad de los ciudadanos. Un servicio profesional como garantía de eficiencia, pero también de autonomía frente al clientelismo, la corrupción y los intereses corporativos. Todo eso, además de elecciones libres, es democracia, y es lo que se requiere si queremos que los latinoamericanos ahorren en sus países y no en el extranjero, y que los extranjeros lleguen a invertir con perspectivas de mediano y largo plazo y no solamente atraídos por tasas de interés rentables a corto plazo. Pero todos estos cambios deben darse conjuntamente, no sólo algunos de ellos. De nada sirve, por ejemplo, un poder legislativo ágil si los juicios tardan años de trámites en tribunales. De nada sirve una reforma aduanera si no se ataca a fondo el problema de la corrupción.

Recientemente nos reunimos en Barcelona banqueros, líderes políticos y académicos para analizar América Latina, sus desafíos y oportunidades. Era la segunda reunión del Círculo de Montevideo que el presidente Sanguinetti del Uruguay ha promovido como una instancia plural, flexible e informal de reflexión. Ahí, el vicepresidente de la Comisión Europea, Manuel Marín, dijo que la identidad de valores culturales y políticos entre América Latina y Europa era un atractivo para los inversores europeos. Y lo mismo podría decirse de los norteamericanos, que también forman parte de la cultura occidental democrática.

Hubo acuerdo, pero se indicó en la reunión que no basta compartir principios. Hay que ir de la legitimidad de los principios democráticos a la legitimidad de las instituciones democráticas, esto es, que funcionen en la práctica y no existan únicamente en el papel. Las instituciones democráticas deben funcionar bien para que los principios democráticos tengan significado práctico. Es decir, que la democracia, además de legitimarse en el funcionamiento formal de sus instituciones básicas, debe legitimarse en el logro del desarrollo económico duradero y competitivo, y en una justicia social que ataque a fondo las causas de la pobreza y construya una sociedad más equitativa y con igualdad de oportunidades para las grandes mayorías postergadas.

Apoyar el fortalecimiento de las instituciones democráticas es entonces relevante para el desarrollo. En otras regiones puede haber economía de mercado exitosa sin democracia o con limitada democracia. En América Latina concebimos el desarrollo económico, la justicia social y la consolidación democrática como objetivos complementarios y no incompatibles. Por eso en el Banco Interamericano de Desarrollo (BID), a petición de los países, apoyamos la consolidación del Estado de derecho y la reforma del Estado como instrumentos fundamentales de ese objetivo. La construcción democrática en unos casos y la consolidación en otros es, por tanto, la agenda pendiente de la reforma del Estado en América Latina.

Enrique V. Iglesias es presidente del Banco Interamericano de Desarrollo.

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