Tierra de pan nevar
Un paseo por el arroyo Torote a través de una llanura fecunda en cereales, aves y soledades
La imagen que tenemos del paraíso es algo exótica. Los nativos de la llanura ansían la mar; los ribereños, la alta montaña; los serranos, la ínsula temperada, y los isleños, la tierra Firme y sin límites de la llanura. A este espejismo de la esperanza se debe que los madrileños empeñen hasta el gato para hacinarse en una playa de Levante o en una estación de los Alpes, y en cambio desconozcan algunos de los paisajes más gloriosos y más a mano de la región. A esta torpe ilusión se debe la soledad perfecta que reina en los campos de Daganzo, a tan sólo 30 kilómetros de la Puerta del Sol.Trigales y cebadales flamean sobre la más castellana de las tierras madrileñas, ésta que en tiempos perteneció al señorío arzobispal alcalaíno: tierra de pan llevar, tierra ajedrezada de mieses y barbechos en la que -¡socorro!- los reyes del ladrillo visto han comenzado a mover sus peones, a plantar sus torres a trenzar sus adosados con caracoleo de caballo furioso y a poner en jaque la diáfana belleza de unas campas que, si Dios no lo remedia, pueden acabar como los feos arrabales de Alcalá de Henares y aun confundirse con ellos.
Pero, mientras llega ese día, que ojalá nosotros no veamos, Daganzo podrá seguir presumiendo de sus horizontes cereales -¿no has oído nunca, lector, mentar aquel "trigo duro de Daganzo", cuya excelencia pasaba por proverbio de boca en boca a lo largo y ancho de Castilla?-, y también de sus caldos, los mismos que dieron pie a Cervantes para escribir el episodio de la cata en su Elección de los alcaldes de Daganzo. En este entremés un catador afinaba tanto que decía que "sabía el claro vino a palo, a cuero y a hierro". Y hete aquí que, una vez vaciada la tinaja, en efecto, "hallóse en el asiento de ella un palo pequeño, y del pendía una correa de cordobán y una pequeña llave". ¡Ozú!
Hermano pequeño
Alcaldes, que no alcalde. Y es que Daganzo, oficialmente llamado Daganzo de Arriba, tuvo antaño un hermano pequeño, de Abajo o Daganzuelo, que, según los cronistas, se desvaneció a principios del siglo pasado sin dejar más rastro que una imagen de la Virgen del Espino y una ermita a ella consagrada a una legua del pueblo. La talla fue llevada a la iglesia parroquial -buena fábrica del siglo XV-, pero el santuario quedó abandonado a la vera del arroyo Torote, y allá sigue, como un navío varado en la inmensidad de los panes, que así llaman los labriegos castellanos a sus campos de trigo.Al puente sobre el Torote -que cae a tres kilómetros de Daganzo, carretera de Alcalá abajo- se llega el caminante a buscar aquella soledad de soledades remontando las quedas aguas hacia el norte, siempre por la margen derecha. (No se deja seducir por el camino carretero de la orilla contraria, pues sabe que luego son muchas las ocasiones en que obliga a vadear el arroyo). Sauces, fresnos, chopos y olmos treman en los meandros de este afluente del Jarama; grajillas y carracas anidan en sus cantiles; conejos y liebres pululan en las madrigueras de sus ribazos; mientras que, a mano izquierda del excursionista, oculta en la espesura paniega, alienta una secreta muchedumbre de avutardas, sisones, gangas, alcaravanes, calandrias y otra s especies aladas que han sido causa de la declaración como ZEPA (zona de especial protección para las aves) de las estepas cerealistas comprendidas entre los ríos Jararna y Henares.Siguiendo la mínima vereda que serpentea entre el cauce del Torote y la besana de los cultivos, el caminante avanza alrededor de cuatro kilómetros hasta dar vista a la ermita del Espino. Aquí traza el arroyo una enorme curva y al excursionista se le plantea un dilema: continuar aguas arriba y acercarse al santuario por la orilla de un regato que confluye con el Torote a cosa de un kilómetro, o atrochar por la linde de campos ara dos y entrepanes cuajados de amapolas. Previsiblemente, se decanta por lo segundo: por el surco y la flor humilde que son el pan de cada día en este paraíso castellano.
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