El veneno
El veneno que corroe la política española se llama GAL. Hay asuntos vidriosos en nuestra realidad social y política: el desempleo, que en estos momentos presenta alguna mejor perspectiva de moderado alivio; las cuestiones nacionalistas, especialmente la vasca en cuanto afectada por la deshumanización terrorista; el equilibrio inestable del Estado de las autonomías. El desempleo no provoca grandes enfrentamientos, porque nadie tiene el secreto de la piedra filosofal que lo haga desaparecer; el terrorismo produce, a veces, mayores disonancias, pero es por cuestiones políticas nacionalistas que le subyacen o acompañan más que por el terrorismo en sí; el equilibrio del sistema autonómico no quita el sueño a los españoles, y los enfrentamientos existentes tienen más de escenografía forzada que de drama real.El asunto GAL, sus secuelas, no preocupa tampoco a la mayoría de la población, pero sí a importantes sectores de la clase política, y a los partidos, porque, para nuestra desgracia, ha venido a considerarse como la clave del mantenimiento, conquista o recuperación del poder. La intranquilidad de la vida política, la dureza de muchas confrontaciones, la movilización partidaria, el sectarismo rampante, tienen mucho que ver con el asunto GAL, que está ahí como una bomba que no se sabe si estallará o no, ni, en su caso, cuándo ni cómo.
Pero no por la cuestión en sí de la razón de Estado y sus más que obscenas posibles consecuencias; es cierto que esto preocupa a muchos, pero no a la mayoría, es mi impresión, salvo por las derivaciones que el desenlace pueda tener para la detentación del poder.
Es curioso observar que gentes de las que podría pensarse que no paran mientes en puntillos de ética y coherencia jurídica resultan de repente atacadas por un afán de purismo jurídico estatal, eso que se llama un Estado de derecho sin fisuras. Y no menos curioso es que puritanos de toda la vida resulten tan comprensivos con ciertos excesos de la razón de Estado. De modo que hasta la cuestión en sí de los secretos de Estado tiene extraños defensores de uno u otro enfoque, y así falta la debida serenidad al debate público para resolver de manera digna una cuestión tan delicada, no ya, para nuestra conciencia democrática, sino para nuestra tranquilidad como ciudadanos.
Y así también se encuentra una extraña pasión en la discusión y enjuiciamiento de cuestiones que, desde el punto de vista político y del interés general, son con todo respeto, menores; véase si no la pasión con que se discute de la procedencia o no de unas sanciones administrativas a unos funcionarios del ministerio fiscal; en el fondo, entre otras cosas, el caso GAL flotando sobre las aguas; las más agrias manifestaciones tienen que ver, directa o indirectamente, o por arte de birlibirloque, con el caso GAL; pero a casi nadie le importa demasiado la cuestión jurídico moral sino en cuanto sirve para atacar o defender políticos de carne y hueso y partidos; es decir, organizaciones para la detentación del poder, tan reales y palpables como la vida misma.
Se puede manifestar el pío deseo de que acabe pronto. Pero las vías del proceso son lentas y tortuosas, y más cuando se trata de causas a cuya conclusión se imputan consecuencias políticas importantes, que unos y otros, filisteos de la justicia, miran con codiciosa esperanza o temeroso desaliento, según sea, para los intereses de cada cual, el resultado. Los responsables profesionales de tales procesos tienen que andarse con cautela para no ser aplastados, y la cautela produce siempre lentitud; a la que coadyuvan los interesados, unos para defenderse mejor y otros para asestar mejor el golpe de gracia (político, se entiende).
Este ambiente político enrarecido, desagradable, penetrado de sectarismos, tiene bastante que ver con el fenómeno post-GAL; que no hay más remedio, por lo demás, que depurar. Pero es una macroobscenidad política y social que, en el ánimo de demasiada gente, esta tensión que rodea el asunto sea pasión por el poder político, mucho más que pasión por la justicia. Y es inevitable: la justicia que se haga, la que en fin resulte, hará un buen servicio político a unos y un pésimo servicio a otros; qué incómodo para los juzgadores, aunque hagan, y pedimos que sea así, la mejor justicia; que, al fin, es quizá la mejor razón de Estado.
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