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Parafraseando a Gertrude Stein

Soledad Gallego-Díaz

La Unión Europea es un ente extraño. Su funcionamiento es completamente distinto al de los estados nacionales y no se parece, ni por lo más remoto, a ninguno de los organismos internacionales que existen o que han existido en el pasado. Parafraseando a Gertrude Stein, la Unión es la Unión es la Unión es la Unión. Tal vez si lo repetimos muchas veces, conseguiremos captar su significado. El camino y la forma pueden ser, y son, raros, pero unir sigue significando juntar una o más cosas entre sí, haciendo de ellas un todo.La Unión necesita que se crea en ella. Los ciudadanos, desde luego. Pero antes, los propios políticos. Los gobernantes que exigen a los ciudadanos sacrificios para lograr que ese extraño organismo crezca sano y fuerte deberían, al menos, creer en lo que dicen. Creer en la Unión, no como un lugar en el que se defienden unos intereses particulares sino un lugar en el que se construye un proyecto original, capaz de asegurar el bienestar de sus propios ciudadanos y de todos los ciudadanos europeos. Creer, ellos mismos, que están recorriendo un camino hacia un todo.No parece que los vientos corran en esa dirección, pero, en cualquier caso, vamos a tener pronto la oportunidad de juzgar: el 16 y 17 de junio, los jefes de Gobierno de los 15 países que son ahora miembros de la UE se reúnen en Amsterdam. para intentar llegar a un acuerdo sobre la reforma de la UE. Sobre la mesa tienen una agenda en la que figuran temas que exigen una nueva cultura política transnacional. Como dice el primer ministro holandés y actual presidente de la Unión, Wim Kok, que estuvo ayer en Madrid, "puede que la Conferencia Intergubernamental no produzca tanta emoción a la gente como el euro, pero detrás de sus abstracciones se juegan asuntos clave".

Kok es uno de los escasos políticos en activo que cree en la Unión y no oculta su preocupación por la falta de ánimo europeísta que detecta en las opiniones públicas. Tal vez porque fue hasta 1985 uno de los principales líderes sindicales de la Comunidad, o simplemente porque es holandés, propone pasos prudentes pero decididos hacia una Europa social y política. Por ejemplo, un capítulo del nuevo Tratado dedicado al desempleo, la extensión del voto por mayoría o el nombramiento de un señor, o señora, Europa, que represente a la Unión en temas de política exterior.

Parecen propuestas moderadas y sensatas, pero detrás de ellas está la sombra del todo que tan nerviosos pone a otros políticos. En Amsterdam. se sentará el recién elegido Tony Blair y también el que resulte vencedor en el duelo francés. Blair supone, sin duda, una novedad. Su actitud ante la Unión es menos hostil que la de su predecesor tory. Pero no hay ninguna razón para creer que el representante de Gran Bretaña haya dado el gran paso y se haya convertido en un defensor del proyecto de construcción europeo. Blair quiere estar en el cerebro de Europa, pero no para impulsar una cuasi-federación, sino precisamente para controlar que ese proceso se ajusta a su propia visión de los intereses británicos.

El caso francés es más desconcertante. Se supone que Francia ha sido, junto con Alemania, el gran defensor de la Unión. Pero en la campaña electoral en marcha nadie se ha atrevido hasta ahora a levantar su bandera. Ni los socialistas ni los conservadores. Los dos, como ya hicieron en la campaña del referéndum sobre Maastricht, emplean un lenguaje tan tibio que dejan el campo casi libre a los contrarios a la Unión, mucho más convencidos y decididos.

Con ese panorama, resulta difícil pedir que sean los ciudadanos los que impulsen el proyecto, salvo que se crea, como Gertrude Stein, que las palabras pueden recobrar su sentido repitiéndolas.

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