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Todavía hay Pirineos

Se creería que, a lo más tardar con la integración en la Unión Europea, se habría hecho realidad la tantas veces anunciada desaparición de los Pirineos. Empero, estas últimas semanas han dejado' constancia de que permanece incólume aquella línea divisoria sobre la que ironizaba Pascal: "Bonita verdad aquella que lo es de este lado de los Pirineos, mientras que del otro se considera un error". Pues así siguen estando las cosas. El Gobierno español habría vuelto a las andadas, atreviéndose a cercenar de nuevo la libertad de expresión de los españoles, acosando nada menos que al periódico más representativo de la democracia restaurada.Que un miembro de la Unión que incluso está llevando a cabo muy encomiables esfuerzos por pertenecer al grupo de salida del euro pudiera quedar descalificado no por no cumplir con los criterios de convergencia, sino por fallar en algo mucho más fundamental, exigido ya en el Tratado de Roma, el constituir una democracia plena que, obviamente, no es concebible sin la libertad de expresión, es un hecho que debería inquietar a todos los europeos. ¿Qué garantías tendríamos los ciudadanos de la Unión si se exigiera sólo la democracia para entrar, pero cabría luego debilitar, mutilar o suprimir las normas democráticas más elementales? ¿Acaso la Unión no tiene los órganos judiciales pertinentes para reponer las libertades y los derechos fundamentales allí donde se vulneren?

Para no remontarnos demasiado atrás en la historia, desde 1936 a 1975, multitud de veces nos hemos dirigido al mundo con la misma petición: mirad lo que ocurre entre nosotros y ayudadnos. Hasta bien entrada la transición se mantuvo una empatía que hizo a los europeos especialmente solidarios con la democracia en España. Un breve recorrido por la prensa ultrapirenaica confirma que esta vez nuestros vecinos, y ahora socios, no se han tomado muy en serio el último SOS lanzado. Y ello no puede dejar de estremecernos. Porque la cosa tiene que ser grave cuando, después de 20 años de ejercicio de una democracia que en el exterior ostenta un considerable prestigio -sí, yo también pienso que la imagen es bastante mejor que la realidad-, el periódico de mayor credibilidad fuera de nuestras fronteras se dirige a la opinión pública mundial para movilizarla a favor de una democracia tan frágil como para que haya que temer el hostigamiento del Gobierno.

No se negará que la noticia es de peso -ahora va a resultar que llevaban razón los que han sido críticos con la democracia que resultara de una transición sin ruptura-, pero la sorpresa principal -en Europa, sobre todo en los círculos intelectuales de izquierda, se espera cualquier cosa de la derecha española- ha consistido en constatar que los Pirineos existen: la preocupación de un sector importante de la opinión española respecto a la libertad de expresión aquende los Pirineos apenas ha conmovido a la Europa comunitaria.

Si los medios europeos poco se han ocupado de las amenazas a la democracia en España, en cambio, los amigos alemanes que siguen de cerca la vida española no han dejado de llamarme en estas últimas semanas. Las dudas que me manifestaron se centran sobre todo en dos puntos: ¿cómo es posible que con la Constitución española y las garantías jurídicas existentes, que hacen de España un Estado de derecho, el Gobierno haya podido limitar o, cuando menos, amenazar en serio la libertad de un periódico como EL PAÍS? Nadie lo entiende. Además, ¿por qué el Gobierno estaría dispuesto, con todos los riesgos que ello implica, a enfrentarse a un periódico independiente de gran renombre y que se considera, si no gubernamental, por lo menos institucional? Para muchos resulta inverosímil que un órgano de estas características haya podido arremeter contra el Gobierno con la virulencia de un panfleto de la oposición. Pero, en el caso de que se hubiera equivocado de manera tan clara, se entiende menos el nerviosismo del Gobierno, ya que al final el perdedor sería el periódico, al quedar despojado de su aureola de independencia y seriedad. Una imagen que cuando se pierde ya es muy difícil recobrar. Al intentar explicar que los ataques no van dirigidos directamente al periódico, sino a la empresa editora, a la que se trata de doblegar con un intervencionismo gubernamental en otros ámbitos más complejos que perjudican sus intereses, como, por ejemplo, la televisión digital -también una cuestión muy controvertida y poco transparente en Alemania-, me he encontrado siempre con la misma respuesta. Para la independencia de un periódico, lo peor que le puede ocurrir es que pertenezca a una empresa que desarrolle una multitud de actividades. Cuanto más diversificados sean sus intereses, más fácil resulta presionarla. Un periódico se mueve así en la contradicción de no poder, a la larga, subsistir económicamente si no reinvierte los beneficios, pero, cuanto más éxito tenga al ampliar el negocio, menor será su independencia. Más de uno de mis interlocutores se ha referido al "drama italiano", país donde las grandes empresas mediáticas o industriales se han ido apoderando dé los periódicos más prestigiosos hasta hacer posible la aberración de que la' cúspide del poder mediático llegara al Gobierno.

Tengo que admitir que la segunda cuestión es para mí tan inexplicable como para los que me la plantean. Todavía se podría entender como un institucionalismo exagerado el apoyo de EL PAÍS al último Gobierno socialista, pero tanteo en la oscuridad más opaca cuando busco las razones que hayan podido llevar a la redacción de un periódico institucional a ligar su suerte a la de un partido en la oposición, además con una dirección harto debilitada por los escándalos, por alta que sea la proporción de sus lectores que se identifiquen con ese partido. Lo único que podía comunicarles a mis conocidos era la opinión de que este matrimonio de conveniencia no duraría mucho. Y, en efecto, en este último tiempo se percibe un cierto distanciamiento de los únicos amigos políticos que, sin hacer el menor distingo, han apoyado y siguen apoyando determinados intereses empresariales como si encarnaran el bien común. También en el tratamiento del Gobierno poco a poco se vislumbra una relación bastante más institucional.

Pero donde la irracionalidad rompe todos los moldes y mis amigos y yo nos quedamos temblando con la boca abierta fue al enterarnos de que la Audiencia Nacional había aceptado una querella contra el consejo de administración de una sociedad televisiva participada por la sociedad editora de EL PAIS. Cuesta trabajo admitir que el juez haya actuado inducido por el Gobierno: ello significaría que en España, como en los viejos tiempos, el poder judicial actuaría a las órdenes del Ejecutivo, es decir, que, sin independencia judicial, España no sería no ya una democracia, sino ni siquiera un Estado de derecho. Y no estoy convencido de que haya que certificar ya la defunción de la democracia en España. Pero si el juez no ha sido llevado por ningún interés ajeno -tampoco estoy dispuesto a suponer prevaricación en vano-, ¿cómo explicarse entonces que haya aceptado una querella sobre unos hechos que, por lo que nos son conocidos, nadie en la Europa liberal considera punibles?: de tal forma el comportamiento de la empresa en cuestión corresponde con la esencia del capitalismo.

En derecho, ya se sabe, caben múltiples interpretaciones, y los jueces también se equivocan de buena fe, pero, desde este supuesto, ¿cómo entender que los implicados por la querella admitida a trámite, que no imputados ni procesados, hayan tenido que presentarse personalmente en la Audiencia sin que hubiera bastado la presencia de sus representantes legales, con el consiguiente escándalo y hasta humillación que ello conlleva, o bien que a la cabeza empresarial de este periódico se le haya limitado un derecho fundamental de la persona como es el de libre circulación? Si el contenido de la querella no puede explicarse fácilmente en la Europa a la que pertenecemos, mucho menos las medidas adicionales, cuyo sentido se me escapa por completo. He defendido, y defiendo, el hacer independiente de la Audiencia Nacional, tanto cuando sus resoluciones gustan o no -la sentencia que bajo una enorme presión social ha condenado a Mario Conde por apropiación indebida me gusta poco- como cuando se encarcela a los terroristas de ETA o a los terroristas de los GAL, a los jefes mafiosos o a los grandes financieros; pero, ante hechos como los descritos, uno tampoco se libra de navegar en un mar de dudas.

Las sospechas que ante el poder judicial alberga la sociedad española -sin duda la nube más negra que sobrevuela sobre nuestras cabezas- en boca del jefe del primer partido de la oposición se convierten en certidumbre, insultos y ataques directos. Cuando el río suena, agua lleva, me dice un conocido simpatizante de la izquierda radical que siguió de cerca el proceso de extradición de un etarra celebrado en Berlín hace unos meses, cuya defensa presentó la misma imagen de parcialidad y manipulación de la justicia española que ahora predica don Felipe González. Las denuncias de los socialistas sobre la quiebra del Estado de derecho con el Gobierno del PP coinciden con las que desde hace lustros propaga en Europa el nacionalismo violento vasco, hasta ahora la fuerza política que con más vigor y constancia ha insistido en "la farsa de la democracia española", pero que parece que está encontrando seguidores en el primer partido de la oposición.

Pese a tantos signos aciagos y tan terribles coincidencias -a algunos no nos extraña que los defensores de los GAL propaguen la misma imagen de la justicia española que los etarras-, la voz patética de un periódico pidiendo solidaridad con la democracia amenazada se interpreta más allá de los Pirineos como simple expresión de una trifulca interna por intereses particulares, de la que el primer partido de la oposición tan sólo pretendería aprovecharse. En cambio, según la impresión fugaz y probablemente falsa que he sacado de mi última visita, a este lado de la cordillera pareciera que se hubiera evaporado la distinción entre lo público y lo privado, la identificación de izquierda o de derecha, la filiación PSOE o PP y la única línea divisoria de la sociedad española pasase hoy por aquellos que te dicen a la cara "en mi casa no entra EL PAíS" y aquellos que te gritan encolerizados "en mi casa no entra El Mundo". Efectivamente, todavía hay Pirineos.

Ignacio Sotelo es catedrático de Ciencias Políticas de la Universidad Libre de Berlín.

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