Afáxicos
¿Es usted uno de los miles de madrileños que quieren hablar con alguien que está reunido? ¿Que está reunido siempre? ¿Y que cuando deja de estar reunido es porque acaba de salir a desayunar? No se preocupe: lo que ocurre es que no utiliza usted los medios adecuados. Por ejemplo: seguro que es usted un clásico que para hablar con alguien llama primero a la puerta y dice: "¿Tienes un minuto?". Una amplia experiencia indica que en tal caso uno corre el riesgo de que le contesten: "No". O "tengo una reunión y voy retrasado". O "ya estoy de salida: ¿lo dejamos para mañana?".
Pero mañana, como también indica la experiencia, otra reunión (o la misma) se interpondrá- en su camino.
De modo que si se sigue usted empeñando en este primitivo método directo, lo mejor será que entre directamente en el despacho, sin llamaditas ni puñetas, se siente frente al individuo, adopte un aire amable, pero firme, y cruce las piernas con desenvoltura, dispuesto a entrar en materia. Pues seguramente creerá que ya tiene al hombre en el bote.
Angelito.
Pues entonces sonará el teléfono. Nada más empezar usted a exponer su asunto frente a un hombre que le mira juntando las yemas de los dedos en gesto de cortés concentración. También es mala suerte, pensará, mientras el hombre le hace un gesto de perdón un segundo.
Lo que usted no sabe es que el teléfono suena siempre en esas circunstancias y que al otro lado está alguien más experto, conocedor de la ley de la física según la cual el teléfono tiene preferencia. Y si no mire usted en torno e intente recordar a alguien que no anteponga el teléfono a cualquier presencia...
¿Ve cómo tengo razón?
El problema con el teléfono es que siempre está ocupado: otros más despiertos, que se le han adelantado y están exponiendo sus problemas. O el propio individuo, que es cotilla. O cualquier otra razón: las hay a miles.
Problema frecuente suelen ser también las secretarias, a quienes últimamente no se exige taquigrafía, pero sí un master en defensa y filtración. ¿Se ha fijado en lo amables que son? No se fíe: detrás de esa amabilidad se agazapan corazones duros que repetirán "está reunido" o "ha salido a desayunar", las veces que haga falta, sin que se les humedezca una pestaña.
No hace mucho llegamos a pensar que con el fax había llegado la solución. Uno exponía su negociado, confirmaba la recepción y se iba al cine con la seguridad de que el otro se había enterado. Y así era, en efecto: recibir faxes confería un algo de prestigio, una cierta aureola financiera y como de puente aéreo... que se perdió, naturalmente, con su generalización y abuso. Hoy, cualquier mindundi recibe faxes, y pasa como con las antiguas instancias, que crian polvo en las bandejas a la espera de un enchufe.
Veo a las nuevas generaciones entusiasmadas con el correo electrónico y otras posibilidades intergalácticas, pero a mí, qué quieren, no me parece lo mismo. Ni son mensajes serios ni pueden serlo. Las de pantalla son palabras que no pesan ni comprometen.
Aunque el otro haya incluso respondido, uno no tiene la certeza de que haya realmente recibido nuestro mensaje.
Que se haya enterado.
Me quedo, pues, con la interrupción: mediante teléfono (aunque sea desde la habitación de al lado) o el viejo y acreditado sistema de la mala educación: está el sujeto ya hablando con otro individuo, y entra usted con un par de golpecitos en la puerta y sin detenerse dice: "Oye, fulano...", y zas, le vende la moto. No sé en otros sitios, pero en Madrid funciona muy bien.
Queda también la astucia, que toma su tiempo.
Una vez que yo lo había intentado todo sin que el banquero de mi crédito se dignara recibirme, le envié una tarjeta con la letra rimbombante y a nombre del Dr. Franz Kafka que me habían dado en París en una inolvidable exposición: al segundo salió un banquero en mangas de camisa y, en los ojos, la ilusión de un niño.
La pega con esto es que se necesita que el banquero haya leído.
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