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Falsas maquetas

Aunque el oficio de explorador esté en desuso, todavía quedan algunos lugares vírgenes esperando la llegada de un caminante avezado. Por desgracia, organizar debidamente una expedición cuesta una fortuna en equipo, y por eso la inmensa mayoría de nosotros nunca descubrirá una ciudad perdida en la selva.Pero no está todo perdido: existen otros modos de conocer el planeta, y sería una pena desaprovecharlos. Basta mirar por encima para comprender que las grandes urbes, a su manera ceñida, imitan sin rubor a la naturaleza, y de ahí que podamos tratarlas como si fueran continentes, con sus pantanos, sus zonas de siembra, sus llanuras, sus sequedales, sus valles y sus tierras montañosas. Esta técnica de trabajo se apoya en la conocida teoría de maquetas y funciona sin CD-ROM incorporado, de manera que basta tener la tarde libre y un billete de metro (10 viajes, no doblar, 660 pesetas) para emprender la marcha.

Quizá el lector silencioso, en una primera impresión, no considere muy atractiva la propuesta, pero quiero recordarle que Julio Verne escribió Miguel Strogoff sin haber estado en Rusia, que la penicilina se descubrió en un laboratorio (por chiripa, pero se descubrió) y que los pilotos de Iberia utilizan unas cabinas especiales llamadas simuladores para aprender a volar.

Asimismo, el metro, además de ser muy barato. y de transportar a la gente sin matarla, tiene ventajas adicionales como son la rapidez, la presencia de músicos ambulantes, la amplitud de su red, su entrega incondicional al proletariado y otras muchas que en este momento no me vienen a la memoria. Fiel siempre a su hora, sin pensárselo dos veces, parte, por ejemplo, de la estación de Fuencarral, recorre el paseo de la Castellana (el recinto más rico en aminoácidos de todo Madrid), se bifurca, entra en zona de cuevas y bandoleros (Malasaña), continúa hacia el suroeste buscando el río Manzanares, da la vuelta en Aluche, bordea los precipicios del Palacio Real, se dirige al Retiro y luego prosigue en dirección este hasta alcanzar los confines del territorio (García Noblejas, Miguel Yuste y aledaños), donde ya pueden sentirse los primeros avisos del desierto. Un desierto muy relativo, tipo Las Vegas, porque allí todavía se hacen buenos negocios y también hay un oasis completísimo al que llaman La Quinta de los Molinos.

Es evidente que viajar en metro desde Fuencarral hasta Las Musas, vía Aluche, no satisface tanto como navegar en canoa por el Orinoco, pero nadie me negará que se llega a los sitios, un detalle fundamental a la hora de conocer mundo.

Así todo, este medio de transporte también tiene sus límites, algo que, curiosamente, aprendí en un taxi. Hace tiempo, tratando de encontrar cierto negocio de desguace, pasé cerca de unos descampados que me impresionaron por su mala calidad. Fue una mirada fugaz y me lo perdí casi todo, pero cacé a la primera que aquello estaba tan lejos de cualquier parte como el sistema solar.

Mi taxista era un gigante con espaldares de toro, muy didáctico el hombre, experto, al parecer, en manejar clientes difíciles, y entre anécdota y anécdota fue nombrándome todos los lugares por los que pasábamos: camino de Santa Catalina, La Celsa, Hormigueras, Polvorines...; el verdadero desierto. Terreno lunar, pero impuro. Un lugar donde convivían chabolas, fogatas, personas y conos de basura, y donde, sobre todo, olía a humo.

Siempre, en los sitios horribles, huele a humo.

Me alarmó mi propia sorpresa, mi ignorancia anterior, y consideré una gesta que la gente resistiera en aquel lugar. En su situación, yo sería algo más que un maleante: enganaría, robaría, vendería papelinas, mordería y probablemente, si tuviera el coraje adecuado, atracaría un banco con pasamontañas.

Poco me importaría, creo yo, el daño que pudiera hacer a otros si el precio fuera sacar de allí a los míos y empezar a respirar.

Así que, pensándolo mejor, el metro no llega a ninguna parte.

No sirve para estudiar el mundo.

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