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¿El fin de la coyuntura económica?

Mirar frontal y fijamente los cuadros macroeconómicos e índices bursátiles produce los últimos meses una fascinación parecida a la que los seres humanos sienten cuando ven romper las olas del mar o el sutil chispear del fuego en una hoguera: una corriente hipnótica atrapa al observador, adormece su intelecto y le ata con firmeza a una (seguramente) atávica contemplación. Una sensación como la descrita recorre hoy las mentes de algunos políticos y economistas, que parecen haber hallado en los indicadores macroeconómicos consuelo para la desazón producida por la crisis de pensamiento que atraviesan sus quehaceres en este fin de siglo: el descenso reciente de la inflación, la brusca caída de los tipos de interés y el control más o menos pícaro de los déficit públicos parecen haberles animado a incorporar en los análisis la desaparición in aeternum de la coyuntura económica y a dibujar un horizonte de crecimiento estable y duradero, por decir lo menos.Su manera de razonar es tan simple como concluyente: si es cierto que la historia se repite, con permiso de Francis Fukuyama, por qué no pensar que estamos en el umbral de una era parecida a la que alumbró la Segunda Guerra Mundial. Entonces, el espectacular crecimiento de las economías capitalistas recibió durante tres décadas el impulso de la reconstrucción posbélica, la veloz difusión de la tecnología y un proceso inversor sin precedentes, más la ayuda de la estabilidad de los precios energéticos y los movimientos acomodantes del trabajo y el capital, consecuencia y causa estos últimos del rápido crecimiento de la productividad. Hoy, el resplandor del renacido credo liberal y la globalización son los depositarios de la ancestral aspiración a desentrañar la madeja de los ciclos económicos y de los deseos de "notar el olor de la primavera económica", que dijera Edward R. Dewey, pero eterna y uniforme.

Los observadores más optimistas atribuyen a estos procesos los casi 75 meses de expansión ininterrumpida y al límite de sus potencialidades de la economía estadounidense, sin que sus equilibrios macroeconómicos se resientan. Según esta corriente de opinión, que no de pensamiento, el bajo crecimiento y la elevada tasa de paro de la Unión Europea demuestran que está aún expiando el paternalismo de su Estado de bienestar y la tibieza de las reformas del mercado laboral, pero pronto encontrará el sendero de la verdad económica' revelada de la mano de los mercados, el Estado mínimo y el Bundesbank en versión original. Confundidos por la luz cegadora del cuadro macroeconómico y la fiebre bursátil, pretenden hacernos creer que no hay diferencias, salvo de matiz, entre la ley del mercado y las reglas de los mercados, que Tony Blair es un calco de Margaret Thatcher. ¡Que tenga que ser George Soros, el más voraz y universal de los especuladores, quien denuncie a estas alturas la falacia del laisser-faire y los peligros que el capitalismo salvaje supone para las sociedades democráticas!

La conclusión de elucubraciones de esta índole es elemental: con inflación y déficit iguales a cero, pactos de estabilidad y amenazas de multas, más ciertos retoques estructurales, podemos convencer a los mercados financieros, nuevos dictadores de la ortodoxia económica, de nuestra capacidad para amaestrar la coyuntura, hasta ahora caprichosa y voluble como una quinceañera; lograremos convertir en rampantes rectas sus curvas peligrosas, origen de tanta baja- pasión, porque el primer mundo no está ya para tales emociones. Cierto que este escenario nos mantendrá perpetuamente vigilantes de la austeridad pública, la flexibilidad laboral y la desregulación total de la economía. Verdad también que, sintiéndolo horrores, nos veremos obligados a recortar los gastos sociales si la gente se empeña en vivir más de la cuenta o el empleo desfallece a corto y medio plazo (a largo está asegurado, of course). Pero ¿acaso no estamos todos dispuestos a esforzarnos para evitar que la coyuntura nos vuelva a aturdir con sus periódicos sobresaltos? ¿No valen más lo políticamente correcto y el beneficio predecible?

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La difusión más o menos velada de opiniones de este tenor confirma la situación de euforia financiera (y monetarista) que estamos viviendo y lo, inconveniente que para la correcta conducción de la economía resulta el deslumbramiento producido por la gran burbuja. Pase que algunos líderes políticos reiteren hasta la impiedad que la economía va bien (y bien va, ciertamente, en algunos aspectos) o encuentren en ello el espaldarazo universal a su gestión, porque todos les acusan, en ocasiones con poco rigor, cuando los indicadores macroeconómicos parecen tener vida propia, se toman arrojadizos y encaminan senderos erráticos o misteriosos. Y acéptese también que los cruzados del euro soslayen piadosamente los aspectos social y productivamente más delicados de la nueva andadura europea, porque, a veces, los políticos se disfrazan de madre Teresa. Pero los hijos de Smith y Keynes no deben permitirse estas trampas en el solitario, por muy esotérica que les parezca su disciplina y por alta que sea la propensión a cambiar sus puntos de vista técnicos para adaptarlos a las circunstancias políticas. Suele decirse que es preciso imaginarse el futuro para no terminar siendo su esclavo, pero hay muchas maneras posibles de inventar el porvenir y tan temerario es despreciar el culto al absurdo de numerosos comportamientos económicos como olvidar que una experiencia de siglos nos enseña que los ciclos económicos son irrepetibles... pero inexorables.

Aunque resulte fútil decirlo cuando la euforia derrota a la inteligencia, el cuadro macroeconómico no representa toda la economía y la Bolsa, particularmente la española, desertó hace tiempo de ser un indicador razonable de su pulso presente o de su trayectoria futura: en 1993, el peor ejercicio económico del último cuarto de siglo, el índice más representativo del mercado bursátil mejoró ¡un 54%! y se hundió al año siguiente cuando la economía mostraba una franca recuperación. La Bolsa española, como saben perfectamente los esquimales, vive mucho más pendiente del cierre de Tokio y la apertura de Wall Street que de la economía nacional, y se conmueve más con las admoniciones de Alan Greenspan que con las advertencias de Luis Ángel Rojo.

Naturalmente, el derecho a sonar y a cambiar la realidad debe reconocérsele a todos los mortales, incluidos los economistas predicadores del neoliberalismo, los intelectuales encaramados en su torre de marfil y tantos personajes encantados de haberse conocido; pero nadie tiene hoy capacidad científica para predecir la evolución futura de los grandes agregados económicos. Así que ahorremos otras cosas que la coyuntura, por favor. Hay tantos parados que no queda humor para la ficción.

Roberto Velasco es catedrático de Economía Aplicada en la Universidad del País Vasco y autor de Los economistas en su laberinto.

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