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Corte olímpica

Estoy seguro de que los promotores de la candidatura madrileña a la próxima olimpiada que quede libre se han puesto en campaña con el fin primordial de garantizar unos cuantos años más de obras públicas privatizadas y de obras privadas de interés público. Habrá que construir estadios, ampliar avenidas, edificar hoteles, adecentar el recorrido del maratón y, sobre todo, habrá que excavar muchos más túneles y muchísimos más aparcamientos.Una auténtica jauja para especuladores y comisionistas de toda laya, un gran banquete de hormigón, ladrillo, acero y cristal que durará algo más, pero no mucho, que una falla valenciana. Hasta el momento nadie se ha preocupado de conocer la opinión de los ciudadanos de la villa presuntamente olímpica sobre la coyuntura, pero ya se sabe que, a poco que los medios de comunicación insistan en venderles la idea, se mostrarán encantados con la propuesta, aunque no sea más que por no ser menos que Barcelona, o por puro afán de jarana, para romper la rutina laboral o salir del paro vendiendo camisetas, gorras, monigotes o raciones de callos a los visitantes foráneos, si bien lo de los callos resultaría bastante problemático por la tendencia generalizada de los aficionados al deporte hacia las dietas bajas en calorías.

En Madrid residen cientos de miles, quizá más de un millón, de aficionados al deporte, las tres cuartas partes, desde luego, como espectadores, aunque hay que resaltar la noble labor de la Comunidad, los ayuntamientos, las juntas, los patronatos, las fundaciones y últimamente las ONG por levantar de sus poltronas a los deportistas pasivos organizando carreras benéficas, maratones y medias maratones contra la droga o la violencia, que golpean en la conciencia ciudadana como una patada en las posaderas y movilizan a los individuos más cívicos de la comunidad, llevándoles a vestir el chándal, lucir el dorsal, a veces con publicidad de algún patrocinador, y trotar cansinamente sobre el asfalto escuchando un coro de cláxones que ahoga los improperios de los automovilistas que han visto cortado su trayecto por el itinerario de la prueba. Queda por conocer la efectividad de este género de competiciones, saber, por ejemplo, el número de toxicómanos que se regeneraron cuando vieron a cientos de sus vecinos y conciudadanos reventarse a correr para redimirlos.

De momento, los mentores de la olimpiada madrileña no están armando mucho escándalo, pero sé de buena tinta que se están moviendo bastante en la oscuridad, dando los primeros e imprescindibles pasos para presentar a la opinión pública una campaña de imagen de auténtico impacto. Por ahora han contratado a un equipo de diseñadores de vanguardia para crear la mascota de los Juegos. Como se demostró en los fastos universales del 92, lo más importante es la mascota, y luego el cartel. Cuando tienes el cartel y la mascota parece como que ya has recorrido la mitad del camino. Lo de empezar por la mascota es algo muy reciente; hasta hace muy poco la mascota era como la guinda que coronaba un pastel ya hecho, vistosa pero insustancial; sin embargo, descubrimientos posmodernos avalan que con una buena mascota y un buen cartel hay suficiente material para tener embobado al personal durante una buena temporada, mientras se consigue el dinero para iniciar las obras. Los diseñadores olímpicos parece que han abandonado la idea de crear un monigote de ficción y, se afanan por encontrar un animal emblemático que represente a los ciudadanos madrileños.

De momento se ha descartado el oso del escudo de la Villa para no dar lugar a frases con doble sentido: "Madrid hizo el oso con las Olimpiadas" y similares. El gato, otro animal totémico, fue rechazado por idénticas razones: "Las Olimpíadas de Madrid dieron gato por liebre". También vieron frustrada su candidatura el conejo de El Pardo y los leones de la Cibeles, la lagartija común y la cucaracha doméstica. El debate se centra en estos momentos entre el topo, infatigable perforador de galerías subterráneas, pero corto de vista, y el asno, un animal en vías de extinción que hace mucho tiempo que no se ve por las calles de la Villa, pero que cada día abunda más en los despachos de la Corte.

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