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Major o el cambio sin cambio

Lo que permitió al "honrado John" ganar en 1992 le lleva hoy al fracaso

ENVIADO ESPECIALLa sombra de hierro de la señora Thatcher se proyectará todavía para largo sobre aquel que pretenda gobernar el Reino Unido. John Major, al que todos dan aquí no sólo como primer ministro saliente, sino futuro ex líder del Partido Conservador, fue elegido en 1992 porque era una versión en mudo de su antecesora; un reposo intelectual para un público extenuado de que Margaret Thatcher le aspergiara un sermón cada mañana, en el tono estridente y enojado de una maestra de parvulario.

Aquellas elecciones las ganó Major porque él era el cambio sin cambio de partido. Pero lo que llevó entonces al poder al honrado John parece que lo va a devolver a la vida de paisano. Su aparente incapacidad para actuar decisivamente, sancionando a su legión de ministros revoltosos, su pasión por no tomar partido ni a favor ni en contra de la integración europea amenazan con poner fin a su carrera. El electorado está listo para una nueva versión entre dos aguas: el líder laborista Tony Blair, a medio camino entre la parsimonia de Major y el activismo estentóreo de la dama de hierro.

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Pero ese Major que logra, sin embargo, proyectarse al público como un amigo de la casa, aquel que, como dijo un avieso lord de la derecha, "parece esperar siempre el tren de las 7.15 en la estación de Waterloo", o aspiraba a confundirse con las cortinas de la residencia de su antecesora, tenía escondido o ha desarrollado su ego en, el poder. Major se pica con la crítica, llama en persona a los directores de periódicos para quejarse mansamente de que no le hacen justicia, y se considera, altanero, el único británico que sabe cómo hay que combatir a la burocracia de Europa.

El majorismo, mucho más estilo que doctrina, es fecundo en gafes inmortales. El verano pasado dijo en los Comunes que su Gobierno "había creado más pacientes de la Seguridad Social que ninguna Administración anteriormente", cuando quería decir que se había multiplicado la capacidad de atención en los hospitales públicos. Los bancos laboristas tardaron varios segundos en estallar en un jolgorio de risas, al caer en la cuenta de su torpeza de lenguaje.

El antiguo cajero de banco que ha llegado a premier, como sus antecesores, Thatcher y Ted Heath, producto de una sociedad en confusión de clases, sigue hoy con sus metódicos hábitos contables. Cuando tiene un problema, en vez de consultar a Sócrates, Montesquieu o Kant, saca un bloc de notas, traza una raya en su mitad y en la parte superior apunta pulcramente los datos a favor, para dejar abajo la lista de peros en su contra. Y luego, visiblemente, no hace nada.

Ésa es la visión más extendida entre el electorado, la de una pasividad que no cosecha siquiera ni el mérito del boom económico británico, porque no sabe imponer el respeto a los derechos de autor. John Major es, pese a todo ello, bastante más apreciado que su probable sucesor, Tony Blair. Sus votos serán, quizá, los menos, pero si se votara contando el peso atómico del afecto añadido al sufragio, los resultados irían muy pillados. Si Blair nos dice en lo que cree, Major parece creer en lo que dice: "Soy el honrado John, confiad en mí". Pero si no es así, una modestia básica, la de aquel que aún se maravilla de estar donde ha llegado, hace que se muestre bien dispuesto a iniciar a los 54 años una nueva carrera. Si no pasa de la conferencia nacional del partido en octubre próximo se-retirará a un agraciado destino de banquero.

"Los próximos 18 meses serán fascinantes", dice Peter Preston, ex director de The Guardian, porque en ellos los tories tendrán que decidir su futuro por bastantes años. Pero el sucesor de Major, cree Preston, habrá de ser un antieuropeísta, pues, de otro lado, estallaría en pedazos el partido. A los presuntos europeístas -aforo para un par de autobuses no muy grandes- no les quedará más remedio que seguir incluso a un extremista, mientras que los detractores de la Europa comunitaria culpan ya hoy hasta de lo indecible a la timidez del líder que quiso seguir siendo hasta el final el reverso amodorrado de la señora Thatcher.

Con prudencia, decoro y gratitud, John Major, tras seis años, cinco meses y cuatro días de mandato, contados hasta el 1 de mayo, piensa seguramente hoy en cómo se hacen las maletas. Si los pronósticos se cumplen, en apenas 48 horas ya no tendrá nunca más que rogar que le tomen en serio. El recreo del paciente inglés habrá terminado.

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