La sonrisa
Se es del lugar donde se ha escrito alguna vez un verso. José García Nieto nació en Oviedo, pero en su acento no queda una brizna del deje asturiano. Era más de Madrid que de ninguna otra parte, porque de aquí son, si no el primero, los demás versos, la abrumadora producción de un hombre de ochenta y tantos años. Puede muy bien compartir la posteridad entre la tierra del madroño y el Principado. Ha estado en el candelero hace unos días, y supongo que mucho se escribirá acerca de él, ya que le acaban de conceder el Premio Cervantes, esa terca ambición de los escritores que tienen casi todos los demás.Al hablar de un asunto hay que intentar enfocarlo desde algún ángulo poco desgastado, que es lo que intento, arrimando una pulgarada de incienso a la gloria del escritor, al cariño que despertó el invariable amigo. Me conmovió, como a cualquiera, verlo a través de la televisión, sentadito en su silla de ruedas, impecablemente vestido y peinado, como siempre, en la sede de la Universidad Complutense, que es la fetén. Me emocionó su risueño desinterés por las cosas de este mundo, hasta cuando el Rey le cogió las manos, ya en el jardín, y ni siquiera volvió la vista, porque ya está más allá de todas las realezas. García Nieto hizo posible que, tras el considerable estrépito que siguió a la guerra civil, un puñado de gente mal nutrida, superviviente gracias al recuelo del Gijón, se adentrase por los vericuetos del endecasílabo. Más que escudero, fue el edecán de Garcilaso, qué buen caballero era. Hace casi sesenta años ya representaba el papel de recibidor de los poetas que llegaban de la provincia, con la palabra de ánimo, el consejo después de pedido, la ayuda discreta y generosa, la templanza en tiempo de asperezas.
Sentía, cómo no, la injusticia, de donde procediese, pero la templaba, enseguida, con la palabra y el juicio serenos. Se sabía buen poeta, aunque puedo sostener, ante cualquiera que le conociese, que era mejor de lo que él mismo se imaginaba. Yo puedo recitar, a bote pronto, ocho o diez versos suyos, leídos o escuchados hace medio siglo, y qué mayor galardón que residir en la memoria de los otros cuando tanto poema yace sepultado en las páginas de las antologías.
Había sido funcionario del Ayuntamiento de Madrid, pero no en el sentido parásito -que en estos casos son lo mejor y más noble-, sino a nivel de quien tenía que fichar cada mañana, observar una decorosa productividad en el despacho de los más espesos expedientes. Más de una vez me acerqué a buscarle a su oficina en la plaza Mayor -lo único bello y consolador del encierro en el municipal tabuco- probablemente para pedirle prestados unos duros, que imagino haber devuelto.
Cuando ingresó en la Academia Española, su jefe, su alcalde -a pesar de que ejercía de escribidor latinista-, no se dignó acompañar al valioso empleado. ¡Cosas de la vida! Atendió otros menesteres oficinescos, y en aquella república bohemia y pobretona era de los pocos que pagaban su diaria consumición, se hacía sigiloso cargo de otras muchas y permitía que le sablearan los menos afortunados o más perezosos.
Ha sido envidiado y, probablemente, detestado por algunos, pero ahí queda incólume su honestidad discreta y, junto a los millares de versos escritos, los ejemplares de aquella revista de la Juventud Creadora, que significó cosa mucho más importante que una apelación algo cursi, la verdad. Curioso personaje, que hablaba bajo, que no se dejaba mecer por la ira, que disimulaba con buen gesto cualquier legítima ambición y no transparentaba las indudables decepciones y amarguras que le correspondieron. Sin embargo, su liderato ha sido siempre indiscutido allá donde se reuniera asiduamente gente de pluma.
Me ha conmovido verle, sentadito en su silla de ruedas, al sol abrileño de Alcalá, con una indescriptible y jugosa sonrisa, alejado ya de todas las ambiciones, envidias y cuidados de este mundo. Ha estado muy enfermo, grave y largamente enfermo. Creo que su natural cortesía y bondad le han mantenido para no desairar a sus Reyes, para no hacerle un feo a Miguel de Cervantes, que también escribía unos sonetos muy bien traídos.
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