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Operación de supervivencia

Menos impuestos, menos Estado, más Europa. Y más discIplina en el seno de la mayoría. No tuve la impresión, al escuchar el pasado lunes a Jacques Chirac, de oír a un presidente que defendía, sino a un candidato que anunciaba su programa.El 25 de mayo y el 1 de junio, los franceses no sólo elegirán diputados, sino que participarán en la tercera y cuarta vueltas de unas elecciones presidenciales cuyas dos primeras vueltas tuvieron lugar hace dos años.

Me he equivocado: borremos todo y volvamos a empezar, estas palabras estaban como sobreimpresas a lo largo de toda la intervención del presidente. Subtitulaban el tono, el timbre, el candor, el cinismo y la convicción.

Esta actitud significa que Jaeques Chirac ha terminado por tener miedo y que ha decidido elegir el mejor momento para intentar una operación de supervivencia, un derecho que le concede la Constitución. El mejor momento no en razón de las posibilidades que él mismo se concede, sino en la debilidad que atribuye a sus adversarios.

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Esta operación de supervivencia es también un juego de ruleta rusa. Al contrario que muchos eminentes politólogos, no creo que estemos ante una disolución a la inglesa en la que la reina no corre ningún riesgo -en Francia, el presidente-. Sin duda, Jacques Chirac no tiene la intención de dimitir en caso de fracaso, pero se ha implicado tanto, ha dado tanto la impresión de que se trata de una nueva candidatura personal y está hasta tal punto en desacuerdo con sus adversarios, que una desautorización en un sufragio indirecto equivaldría a una afrenta en el sufragio universal.

¿De qué tiene miedo Chirac? Parece que, ante todo, del error de cálculo de sus principales consejeros financieros. Tan feliz por estar donde está, maravillándose cada mañana de ser presidente, esperaba con un optimismo incorregible la cita anunciada con la recuperación económica mundial. Todo cambiaría: tanto el paro como el índice de popularidad. La recuperación se produjo, efectivamente, pero en Francia no tuvo los efectos previstos. Es decir, los efectos suficientes como para reactivar el consumo, fomentar las inversiones, crear empleo y permitir la reducción de los déficit y del gasto público. El presidente parece haber interpretado esta cita fallida como una advertencia del destino.

Sin embargo, observemos que en Francia no se subestima en absoluto el compromiso europeo de Jacques Chirac. Sin duda, algunos se acuerdan de sus antiguas y cambiantes actitudes. Su obra maestra en esta cuestión fue la denuncia que hizo en 1990 de las ideas de Jacques Delors. Ideas que se suponía que acabarían reduciendo a Francia a la condición de una provincia vasalla, bajo el control de los burócratas de Bruselas y los caprichos del banco central germánico.

Sin embargo, hay que admitir que, desde hace dos años, Jaeques Chirac ha acabado superando todas las reticencias que había suscitado, que su imagen ha cambiado radicalmente y que se comporta como un europeo convencido. Se le alaba en Bonn, se le felicita en Roma y provoca la alarma en Londres. Y por doquier se hace pasar por el verdadero sucesor europeo de François Mitterrand y por el socio más leal de Helmut Kohl. Yo diría incluso que en Londres, donde habían albergado algunas esperanzas de constituir de forma marginal y subterránea el eje franco-británico tan querido por Margaret Thatcher (y que sigue la tendencia de la nueva germanofobia de los británicos), están más convencidos (y, por tanto, más defraudados) que en otros sitios de que Jacques Chirac juegue a ser el paladín de Europa.

En Francia, esta certeza es ampliamente compartida por los gaullistas. Como ha dicho Maurice Schumann: "Chirac ha cambiado el gaullismo por Europa, del mismo modo que Mitterrand cambió el socialismo por esa misma Europa". Esta imagen se corresponde tanto con la realidad que a Jacques Chirac y a Helmut Kohl se les atribuye una especie de pacto-secreto. Hacía falta que Helmut Kohl se decidiera a. volver a presentarse a las elecciones alemanas y que Jacques Chirac, para evitar las turbulencias europeas que tendrían lugar durante todo un año dedicado a preparar las elecciones, anunciase la disolución y transformase los dos meses de preparación en un referéndum acelerado sobre Europa.

Éstos son los hechos, y hay que apresurarse a relatarlos antes de que las pasiones partidistas lleven a unos y a otros a deformarlos. El mérito del secretario general de los socialistas franceses, Lionel Jospin, es que ha tenido tan poca intención de deformarlos que ha definido la posición de su partido a partir de esa cierta Europa y con más vehemencia que de costumbre. Yo no habría pensado que le faltó claridad y determinación si hubiese empezado por señalar que el combate por Europa es un combate socialista, que se ha convertido incluso en una tradición de su partido y que se alegraba de que Jacques Chirac, partiendo de tan lejos, hubiera abrazado esta opción esencial. Esto habría reforzado las exigencias de una Europa social del secretario general socialista. Sin olvidar el hecho de que insistir en la conversión europea de Jacques Chirac supone colocarle en apuros ante una parte cada vez más importante de su mayoría.

Es cierto que algunos objetarán que la mentalidad antieuropea ha ganado terreno y que no dispensa a los partidos de Izquierda. Pero que el principal elemento de unión en la constitución de un nuevo Frente Popular fuera la hostilidad hacia Europa sería un precio muy alto, demasiado alto. La sospecha que pesa sobre Chirac no es la de querer construir Europa, sino la de pretender imponer unas medidas de rigor que son indispensables para la recuperación financiera de Francia, recuperación esperada por todos aquellos que tienen como responsabilidad garantizar que cumplimos debidamente los criterios de Maastricht.

De hecho, el problema principal y la campaña electoral deberían resumirse en un debate nacional sobre los métodos para la creación de empleo, la reducción de los déficit, sobre el reparto de las cargas fiscales y las reformas de la llamada "protección de los beneficios adquiridos". Es sobre estos puntos sobre los que existe una división. Hay que decirlo claramente y no dejar que la opinión pública deduzca que hay un mínimo común antieuropeo que va desde Le Pen hasta Robert Hue, pasando por Villiers, Séguin, Chevènement y, a partir de ahora, Jospin.

No podemos olvidar que Francia, junto con Alemania,

por supuesto, pero sobre todo ella es la que está al cargo de Europa. Fue ella la que tomó la iniciativa. Fue ella la que la fomentó. Y fue su pueblo el primero que se comprometió mediante referéndum. Podemos tener nuevas y buenas razones para rechazar una determinada Europa que sería antisocial para unos y prematura para otros, pero los franceses no tienen derecho, a riesgo de torpedear la idea misma, de hacer creer que, de manera más o menos tácita, han renunciado a la construcción europea.Francia no es el único país en el que la seducción a la opinión pública impone a los dirigentes una cierta ambigüedad sobre Europa. Probablemente, el próximo 1 de mayo, el Reino Unido cambiará de primer ministro. Todos los sondeos dan a Tony Blair 17 puntos de ventaja sobre John Major. La campaña de Tony Blair, increíblemente calcada de la de Bill Clinton, consiste en captar a las clases medias en donde están; es decir, en el escepticismo. La opinión pública del Reino Unido en su mayoría siente una laxitud muy democrática respecto a los conservadores que desde hace 18 años están en el poder, una impaciencia ante la supuesta mediocridad de John Major, el actual primer ministro, así como ante las divisiones de la mayoría (gubernamental). Por último, y tal vez sobre todo, una hostilidad hacia Europa.

Por tanto, John Major declara que el pequeño Tony Blair sólo consigue pensar cuando está sentado sobre las rodillas del gran Helmut Kohl. Y el líder del Partido Laborista, rebautizado New Labour y que tiene poco en común con el partido de Atlee, de Bevan o de Harold Wilson, reprocha a Francia (¡e incluso a Alemania!) no haber sabido imponer la flexibilidad y el despido en sus empresas, pero todo el mundo murmura que, tan pronto como acceda al poder, Tony Blair se mostrará más europeo y menos liberal que nadie.

En suma, se trata del itinerario exactamente opuesto al de Lionel Jospin. Al menos en el camino que precede a la conquista del poder. Todo esto resulta paradójico en la medida en que son los laboristas británicos los que parecen reprochar a los conservadores franceses que tengan una política socialdemócrata y que, de ese modo, no ofrezcan un modelo atractivo con vistas a Europa. Lionel Jospin dice: "Si se trata de la Europa de los conservadores franco- alemanes, no la quiero". Y Tony Blair dice: "Si de lo que se trata es de la Europa de los falsos conservadores -en realidad, de los socialdemócratas franco-alemanes-, tampoco la quiero". Todos los teóricos británicos dicen que hay que reinventar la izquierda, pero empiezan por proclamar que la izquierda francesa no es el modelo.

El discurso de Jospin del lunes pasado también confirmó, tanto en la forma como en el fondo, la autoridad del líder socialista. Con este lenguaje puede esperar imponerse como jefe de una nueva alianza de izquierdas, uniendo a los fieles, pero también a los descontentos, los desencantados, los marginados. No seré yo, desde luego, quien se queje de que se niegue a abandonar la nación a, los nacionalistas y que inyecte una pizca de gaullismo y de republicanismo en su socialismo.

Pero el mitterrandismo está aún demasiado cercano, la aventura de 1981 aún demasiado presente, el discurso socialista es todavía demasiado convencional para que Lionel Jospin encarne al nuevo Clinton desprovisto de oportunismo o al nuevo Tony Blair dotado de convicciones. Tres semanas es muy poco tiempo para dotar a la crítica del modelo anglosajón el rostro de la modernidad. Sin embargo, es la condición indispensable para que tenga algún sentido una victoria con posibilidades sobre Chirac.

Jean Daniel es director del semanario francés Le Nouvel Observateur.

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