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Las palabras de la tribu

Tanto Blair como Major toman como referencia a Margaret Thatcher

Estas elecciones británicas del 1 de mayo, de las que decir que despiertan poca expectación sería concederles el beneficio de los desbordamientos pasionales, se definen por un escueto cupo de palabras. Los laboristas del pretendiente Tony Blair conjugan incesantes "reto, oportunidad, moderno y joven"; los conservadores del primer ministro John Major, "miedo, peligro, rendición e inexperiencia". La presunta nueva izquierda así encasilla el futuro bajo su Gobierno; la segura derecha del toryismo hace lo propio. Los dos equipos de palabras tienen, sin embargo, algo en común: unos y otros hablan de lo mismo; de un país gobernado por Blair.Ése es el primer gran éxito de la campaña laborista: que Tony Blair habla de sí mismo y los conservadores, también; que el líder del New Labour está actuando, olímpico, como si su partido se hallara en el poder, relegando a los tories, a la comparsa de la oposición de sí mismos.

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Por ello, lo único seguro de estas elecciones es quién va a ganar. ¿Tony Blair, al que las encuestas dan márgenes de hasta 20 puntos? No, necesariamente. ¿Acaso John Major puede volver a sacar un conejo de la chistera, como en 1993? No, probablemente. Quien es seguro que ya ha ganado, es la baronesa de Kesteven, nacida Margaret Roberts, apellidada ante el mundo Thatcher, y ex primera ministra conservadora del Reino Unido.

Uno y otro contendiente no hacen sino tomar a la ex dama de hierro como punto de referencia. Major, si acaso, marcando alguna prudente distancia para que no le abrase el sol de su antecesora, y decir que el thatcherismo con él adquiere un rostro humano. Blair, para acercarse a ese astro del que brotan todos los rayos que hoy iluminan la realidad británica. Y ambos producen idéntico mensaje: "Yo puedo hacer lo mismo que la señora Thatcher, pero mejor que la señora Thatcher".

¿Cuál es ese legado? Unos sindicatos que se someten dóciles al mercado, un Estado que está a medio camino de privatizarse a sí mismo, una nueva confianza de las clases medias en el futuro, unos datos macroeconómicos excelentes, una mayor brecha de desigualdad entre los más ricos y los más pobres, un aumento pavoroso de la criminalidad y una inquina palurda y chauvinista contra toda idea de integración en Europa. Pero esa es la Gran Bretaña de este fin de siglo y la revolución Blair ha consistido en aceptar que el thatcherismo es un elemento más, inconmovible, del paisaje.

Este combate por Europa, aunque se trate de una Europa inventada, dragón al que el san Jorge inglés, conservador o laborista, alanceará todas las veces que sea necesario, extrae lo mejor y lo peor de cada líder, pero con una peculiar ambivalencia: lo mejor que aquí se considere, será invariablemente lo peor, vistas las cosas desde el continente.

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Hay algo patético y hasta modestamente grandioso en el espectáculo de Major luchando contra el grueso de su partido en rebelión antieuropea por preservar un rinconcito siquiera de la esperanza de Europa. Su actitud, defendiéndose en una encarnizada acción de retaguardia es la de que se acepte que hay que esperar y ver si conviene o no sumarse algún día a la moneda única. Blair, en vez de retroceder como Major hasta esa última cabeza de puente, procede, jubiloso, a un strip-tease de su pasado europeísmo adelantándose incluso a eventuales reclamaciones del electorado. Los que en Bruselas aún crean que el líder laborista va a ser un cliente más confortable que el primer ministro, que se tienten la ropa. "Soy un patriota británico", declama como el perro de Pavlov en cuanto ve una cámara, para añadir: "La misión de un Gobierno laborista es la de frustrar cualquier federalización de Europa".

Y, sin embargo, ninguno de los casi 200 candidatos conservadores de estas elecciones, que se muestran euroescépticos en diverso grado (desde los que creen que el pasatiempo preferido de los españoles es matar animales, hasta los que, de natural tolerante, admiten que sólo lo hacemos en verano) cree que el Reino Unido pueda o deba volver a salirse de la Unión Europea. En 1973 el continente recibía el 43% de las exportaciones británicas, en 1996 era el 59%, y si nos referimos sólo a productos industriales, el 64%; la inversión europea en Gran Bretaña, que era en 1988 de unos 45.000 millones de dólares, hoy es de más de 70.000 millones. Sólo una victoria conservadora, la quinta en sucesión, con un Major rehén de los antieuropeos, podría aplacar ese éxito comercial británico.

En 1979 comenzó esa era conservadora que, quizá, ahora concluye. Se llamó aquella estación la del "invierno del descontento", palabras iniciales de la tragedia Ricardo III del gran bardo, como la bautizó el periodista ya desaparecido Peter Jenkins. Fue un clima de huelga y frustración, de impotencia laborista lo que llevó a Margaret Thatcher al poder. Pero si la era tory comenzó entre el estrépito y la furia, parece que se está acabando tras un otoño de tedio e indiferencia.

Casi todos los líderes conservadores se consideran derrotados y por eso se han entregado a esta nueva caza del zorro, al deporte de despedazarse a sí mismos y a su líder, con Europa como cuadrilátero sin reglas conocidas. También se puede morir de éxito, como creen saber los socialistas españoles. Pero si el triunfador es Blair, como la humanidad entera pronostica, lo será sobre el voto del hastío. El entusiasmo está de más en esta Europa de finales del siglo XX.

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