Nuestros valores
Con el dinero que se fuma en rubio americano, un madrileño medio puede, al cabo de los años, darse la vuelta al mundo, que es lo que me propongo hacer yo dentro de ocho y medio. Y no la vuelta al mundo por los París, Roma, Nueva York y Tokio de siempre, sino por sitios más de vuelta al mundo, como Singapur, Tunja, Ciudad Rodrigo y el desierto de Gobi.En esta ciudad nos apresuramos a pagar en una ronda cualquiera lo que somos reacios a dejarnos en una sola entrada de teatro, y con el dinero de un asiento un poco curioso de un Atlético-Barça podríamos comprar la lectura de un año entero, vacaciones incluidas, y hasta de dos y de tres. No digamos con el dinero que invertimos en afilar los cuchillos: el otro día, un afilador me cobró 4.800 (5000, pues no tenía cambio) por afilar ocho en veinte minutos, en una regla de tres que daría mucho juego de no ser porque mi natural honradez me hace reconocer que simplemente hice el primo y no le pedí presupuesto. (Con una lógica que no viene a ser sino un humilde lodo tempranero de los polvos que vamos sembrando, me dijo que la ausencia de trabajo subía las tarifas).
El metro cuadrado en Madrid se cotiza como si hubiera petróleo en el subsuelo, y las autoridades escamotean la información sobre la vivienda en otros países -no precisamente los más pobres y selváticos- porque saben que una información insistente a ese respecto conduciría a un Tres de Mayo.
Un plato combinado de jamón y croquetas en Madrid vale más que una cena de mejillones inolvidables en una cervecería de París, y un par de zapatos en un escaparate de Serrano pueden costar más que las zapatillas de jogging por Central Park de dos o tres ejecutivos de Nueva York, a quienes no importa -lo han dicho en encuestas- comprar coches de segunda mano.
Por un coche de los que anuncian en la tele, un habitante de esta ciudad puede -puede-, pongan ustedes sin miedo lo que puede llegar a hacer, pues lo sabemos todos. En cambio, ¿qué estaría dispuesto a hacer para que un hijo estudiara un año en el extranjero? (Éste es el punto en el que alguien pregunta: %Y qué tiene de bueno estudiar un año en el extranjero? ¿Dónde va a estar mejor que aquí en casa, con la mesa servida y los vaqueros planchados?").
Ésta es la ciudad que remata de olvido a los muertos y congela casi que cualquier movimiento en amable indiferencia. En cambio, nadie se morirá nunca de hambre ni de frío, pues es probablemente, junto con otras españolas, aquella en la que la gente cuenta menos las limosnas, las propinas y en general el dinero: ése es su principal atractivo, junto con El Prado, el desinterés por las banderas y las raíces (aquí tenemos raíces para un jardín, aunque no para una jungla), los riñones encebollados de la calle de Galileo, los juegos de una tarde con tormenta en Las Vistillas y la belleza de las mujeres, que además miran a los ojos (otro fenómeno rarísimo en Europa).
Pasamos una sexta parte de nuestra vida frente al televisor (tres horas y media al día, un récord europeo probablemente mundial), un tercio trabajando, otro tercio muy escaso durmiendo, y la sexta parte restante la empleamos en el transporte, el rellenado de quinielas, el cotilleo rosa que deriva hacia el porno amarillo, y unas cuantas cañas. Lo demás lo improvisamos en las migajas de tiempo que se van cayendo de la mesa. Las dimensiones de lo que queda explican que seamos tan buenos improvisando, y sobre todo tan rápidos. Podríamos poner una universidad de verano.
La milla de oro no está en la calle de Lista, como pretenden (habría que buscar un lugar más inteligente para llamarlo Ortega y Gasset), sino que es aquella que alinea la gran galería de pintura española en El Prado con los magnolios y castaños de Indias del jardín Botánico, un fantástico jardín que conserva su virginidad pese a estar al lado del bullicioso Retiro porque, a diferencia de éste, que es gratis, la entrada cuesta lo mismo que una bolsa de pipas. En esta ciudad que será buen punto de partida y de llegada para una vuelta al mundo, el edén está, pues, al alcance del bolsillo de un niño.
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