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El espanto amarillo

Ayer fue un día corriente. O sea, que no sucedió nada especial, de modo que seguramente será una tontuna contar lo que hice, lo que vi; y el que avisa no es traidor. Pero el caso es que me ha dado por desahogarme: quizá es que necesito liberar mis vivencias de peatón en una jornada, eso, normal, y en este Madrid nuestro, cada vez más ininteligible (peatón, y a mucha honra, pues desde que tenemos tantos túneles, tantos aparcamientos y tantas obras para construir más que no hay quien circule en coche, y yo dejo el mío guardado tan ricamente en el P.A.R., si es que se llama así).Salí de casa muy tempranito, como la chica aquella del azafrán, algo zombie, eso sí, y lo primero que atrajo mi atención fue un reducido grupo de señores y señoras o señoritas reunidos ante la puerta del edificio Torre Europa. Lo que me sorprendió es que estos señores y señoras o señoritas, a los que podríamos llamar manifestantes, y que me daban la espalda, llevaban pegado sobre el omóplato derecho un papelito muy bien impreso en el que se leía "Pozuelo gratis, no". Iba con prisas y no tuve tiempo de preguntarles qué quería decir aquello, pero la verdad es que me pareció rarísimo. Seguí mi camino, Castellana abajo sorteé dos autobusones aparcados sobre la acera de los Nuevos Ministerios, un tal Solera Bus y un Cónsol Bus (¿no sería buena cosa excavar aquí abajo un túnel-parking autobusero?), crucé el paseo y los jardines de Ciencias Naturales, con alegres adolescentes encaramados sobre el monumento a la Constitución diciendo adiós con sus manitas a los transeúntes, subí a Pedro de Valdivia... ¡Qué calle lírica!: tiene un murete de ladrillo apuntalado, unas barreras amarillas que obstaculizan el paso del transeúnte sin necesidad y unas cintas de esas blancas y rojas en las que sólo pone danger, sin traducir, como si todos los que pasamos por allí fuésemos hijos de la Gran Bretaña. Poco más allá, me embelesan unos retoños de acacias que crecen sobre un talud como rural, incluso bucólico.

Sin embargo, la noche convierte esta pastoral en lugar pecaminoso, sobre todo para quienes gusten de esa clase de placeres, ya que se puebla de travestidos en vistosas lingeries que se abalanzan, cegados de amor, sobre los clientes de un "conocido restaurante" de Álvarez de Baena... ¡Mecachis!, ahora pensaba informarles del estado de Diego de León, la "madre de todas las batallas", y también de la anti-poda o antípoda de Goya, pero tengo que dejar espacio para incluir mi tarde moribunda, de modo que cambio y corto.

Y ya es por la tarde. Subía yo desde la avenida del Valle, caminando de nuevo, incansable, y al desembocar en Reina Victoria divisé una especie de espanto amarillo plantado en medio del bulevar. Lo coronaban un embudo gigantesco y un señor encasquetado contemplando el panorama desde un ascensorillo paradísimo. El tramo siguiente, a la altura de la clínica Nuestra Señora de Loreto, aparecía invadido por las casetas de las ubicuas obras del metro, y en el que discurre a continuación (entre Guzmán el Bueno y General Ibáñez Íbero) todas las acacias habían sido taladas, iáááá!, como primera providencia para excavar otro P.A.R. de esos. En el chaflán de la calle de Los Vascos, encima de la floristería, una pancarta huérfana proclamaba, con muy poquita voz (¿qué voluntad individual puede oponerse al paso alegre de las maquinonas?), "Parking, no; paseo, sí", y, como siempre, era ya tarde. Entre esta esquina y la siguiente (Pablo Iglesias) iban y venían, haciendo que hacían, señores enjaulados, con casco y tan aburridos como su coleguilla del ascensor, mientras en la confluencia citada unos perforadores perforaban con estrépito, eso sí.

Todavía tuve fuerzas para descender por la calle Hernani, donde las obras del aparcamiento se perpetúan desde hace años, y ante la puerta de otro "conocido restaurante" un par de señores seguía perforando. Un panorama de inmundicias les acompañaba.Y no quise preguntarme nada porque sospechaba que no iba a quedarme sitio para formularlo. Como así ha sido. El día normal siguió, siguió y siguió , y el espanto amarillo creció sobre la ciudad como un heraldo del apocalipsis.

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