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Tribuna:
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Ministerio fiscal, "quo vadís?"

Durante los últimos días ha habido tal cúmulo de informaciones y declaraciones -algunas de todo punto sorprendentes sobre las decisiones adoptadas en unos expedientes que se iniciaron tras una inspección llevada a cabo en la Fiscalía de la Audiencia Nacional, que no contribuyen sino a la confusión. Por razones de prudencia he guardado durante estos meses silencio, silencio que rompo no sólo porque a estas alturas tiene uno derecho a hacer uso de su libertad de expresión, sino por defender la dignidad de quienes me acompañaron a efectuarla, fiscales, por lo demás, que se caracterizan por su profesionalidad demostrada a lo largo de muchos años.Diré en primer lugar que no voy a responder a los ataques recibidos de comentaristas de algunos periódicos que más parece que utilizan veneno que tinta, tanto por razones de elegancia -cada cual responde como lo que realmente es- como por ser respetuoso con la libertad de expresión de los demás. Tan sólo me duelen los calificativos vertidos contra los inspectores, achacando en concreto a uno de ellos la agravante de parentesco por ser hermano de un ex juez de la Audiencia Nacional, circunstancia modificativa que no se contempla ni en una edición clandestina del Código Penal, si ésta existiere.

He de añadir que no voy a revelar nada del contenido del famoso informe elaborado tras esa visita y sobre el cual opinan muchos sin conocer una sola de sus líneas, algo muy frecuente en este país.

Ese informe, elevado al fiscal general del Estado -que fue quien acordó la inspección-, fue objeto de un riguroso estudio tras analizar los datos obtenidos, adjuntando una propuesta por mi parte que con anterioridad di a conocer a los inspectores, los cuales mostraron su conformidad con ella.

Tras tres semanas de estudio con un rigor no menor, el fiscal general acordó, en uso de sus facultades, destituir al fiscal jefe, no solicitado ello por la inspección, y sí iniciar un expediente de traslado forzoso para dos fiscales -la inspección lo pedía para cuatro-, así como cuatro expedientes disciplinarios por faltasmuy graves, tal como se le solicitaba.

Así pues, la inspección finafizó su trabajo con la entrega del informe, asumiendo su responsabilidad y apoyándose en sus conclusiones, no en sospechas o presunciones, sino en los numerosísimos escritos que en los anexos del informe obran. Cosa distinta es la valoración que corresponde a quien decide, asumiendo igualmente su responsabilidad.

Tramitados los expedientes disciplinarios por los instructores -dos magníficos y competentes fiscales de sala del Tribunal Supremo- por cuatro faltas muy graves, tal como había acordado el fiscal general, formularon primero, tras las diligencias practicadas, pliego de cargos y, después de nuevas diligencias, propuesta de sanción por faltas muy graves. Asumieron, pues, su responsabilidad los instructores, y, nuevamente, asumiendo la suya, en uso de sus facultades, el fiscal general sólo valoró en un caso tal gravedad, considerando que las restantes sólo merecían ser calificadas de graves, rebajando, en consecuencia, las sanciones propuestas.

Concluidos los expedientes contradictorios, tramitados igualmente por otro fiscal de sala, el consejo fiscal entendió por unanimidad que era procedente el traslado forzoso de los dos fiscales -por disidencias graves con el jefe en ambos y además por enfrentamientos graves con el tribunal en uno de ellos, aceptando sólo esto último el fiscal general- Todos, pues, asumiendo sus responsabilidades. El Gobierno de la nación asumirá la suya.

Hasta aquí, la fría relación fáctica de todo este proceso, sometido hoy, como es lógico, a público debate, en el que por razones obvias no voy a participar.

Pero, con independencia de todo ello, ¿qué pasa en la Audiencia Nacional, y dentro de ella, en su fiscalía? ¿Qué hacer ante el espectáculo que casi a díario se nos brinda?

En primer lugar, ha de decirse que los fiscales no son jueces, y que, si bien han de defender como éstos la legalidad, se diferencian de ellos en que están sometidos a la dependencia jerárquica.

Este principio -de rango constitucional- es consustancial al ministerio público y ha sido siempre pacífico, tanto en la monarquía anterior, dictadura de Primo de Rivera incluida, como en la República, como durante el fascismo de la larga noche franquista. Incluso en Justicia Democrática -y otros muchos magistrados y fiscales que a ella no pertenecían- rechazábamos la legalidad vigente -emanada de una voluntad impersonal-, pero no la dependencia jerárquica. Si algunos fiscales cuestionan tal principio, no revelarán sino que se han equivocado de profesión.

Se hace mal por algunos sectores, de otra parte, querer centrar la defensa del Estado de derecho en un número corto de jueces y fiscales, lo que no deja de ser un agravio para los miles de sus compañeros restantes, que más parece que se dedican a jugar a las canicas que a defender y garantizar los derechos y libertades.

¿Cuesta tanto actuar con prudencia y cautela, evitando, por uno u otro motivo, ser noticia de portada en telediarios, radios y periódicos? ¿Cuesta tanto no vulnerar una y otra vez el secreto sumarial? No hay nada mejor para conocer un sumario que éste esté declarado secreto, y ello por el módico precio de 125 pesetas satisfechas en un puesto de periódicos. Hay asuntos que reclaman la atención pública, pero no siempre, por desgracia, se centra la atención en ellos, sino en quienes se convierten en protagonistas sin que debieran serlo.

De otra parte, nadie debe atribuir a un juez o fiscal que defiende el Estado de derecho. Es una obligación -aunque mejor sea hacerlo por convicción-, y para eso el Estado nos paga.

Algo está fallando, algo falla en la Audiencia Nacional y en su fiscalía. Han mostrado su preocupación las fuerzas políticas -que en sus programas electorales hablaban de una reforma, si bien no decían en qué tenía que consistir-, el presidente del Congreso, el del Gobierno. No cabe esconder la cabeza debajo del ala como si nada pasara, y el Consejo General del Poder Judicial y la Fiscalía General del Estado deben, con el debido sosiego, prestar atención al tema y brindar soluciones al Gobierno y Cortes Generales, que han de tener la última palabra. Hablo de

reforma, no de supresión, que hoy por hoy no me parece viable.

Diré por último que la carrera fiscal -que bien conozco por razón de mi cargo- permanece atónita ante todo lo que está pasando. Sólo su prudencia hace posible que el estallido no se haya, por el momento, producido. Póngase el remedio ahora que aún es tiempo. Más vale tarde que nunca.

Uno detecta en algunos sectores judiciales y fiscales cierta falta de humildad, sin que quiera por mi parte utilizar el término de prepotencia. Si la humildad es buena en todos los órdenes de la vida, parece que, tratándose de quienes administran justicia o de quienes promueven la acción de la justicia, según, respectivamente, se trate de jueces o fiscales, es de todo punto indispensable. Y esta falta de humildad es, en definitiva, cuando menos preocupante

Un queridísimo magistrado del Tribunal Supremo, ya fallecido, ante ciertas estridencias de algún sector, me decía: "Quiero que cuando muera me pongan una lápida que diga: murió sin saber lo que es el ministerio fiscal, y a pesar de ello llegó a ser jurista de reconocido prestigio".

¡Pobre Paco Huet! No vio cumplido su deseo, aunque bien sabía él lo que el ministerio fiscal es, significa y representa. Pero arreglemos lo que todavía puede arreglarse para que no nos entre la duda sobre una profesión tan bella y hermosa que no merece todo lo que está pasando. Todo depende de hacia dónde queremos encaminarnos. Quo vadis, fiscal, quo vadis?

Juan José Martínez Zato es fiscal de sala del Tribunal Supremo y jefe de inspección fiscal.

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