Palabras prohibidas
Los libreros más veteranos de la Cuesta de Moyano recuerdan la censura durante el franquismo
"Yo soy de los que piensan que el mayor crimen del franquismo no fueron los miles de muertos que dejó detrás, sino la castración cultural a la que sometió a este país, y que todavía estamos pagando". Sentado en una silla junto a la caseta 13 de la cuesta de Moyano, Lucas Madrid, un veterano librero de 75 años, hace esta afirmación de corrido, como si temiera no poder acabar la frase. Luego se tranquiliza, hace tina pausa y fija la mirada en la de su nieto Miguel Hernández, un veinteañero que ahora regenta la caseta a la que Lucas llegó. hace 25 años, en 1972, después de toda una vida vendiendo libros en el Rastro.Casado y con cuatro hijas, es un hombre menudo y vital que presume de ser el único librero madrileño que desafió a la censura vendiendo libros prohibidos en las calles de la capital: "Las librerías tenían escondidos algunos. títulos proscritos, pero al aire libre, como lo hacía yo, no había nadie que se .atreviera". Aficionado a la lectura desde niño, Lucas Madrid comenzó en el negocio de los libros de lance a principios de los años cincuenta. Como no tenía trabajo, se le ocurrió acercarse al Rastro a vender algunos ejemplares suyos. En vista del éxito volvió al domingo siguiente con dos sacos de títulos anarquistas. Los censores del Ministerio de Información y Turismo se los requisaron.
"¡Todo estaba censurado!", exclama. "La ignorancia de los agentes del ministerio era vergonzosa. Como no tenían la mínima cultura literaria, a veces se equivocaban y retiraban obras de autores conservadores y católicos como Ricardo León o Armando Palacio Valdés, y no reparaban, en cambio, en La sagrada familia, de Marx y Engels, porque pensaban que era un libro religioso".
El librero contemplaba atónito cómo en los años cincuenta los estrictos vigilantes franquistas retiraban por subversivos La rebelión de las masas, de Ortega y Gasset; El sentimiento trágico de la vida, de Unamuno, y algunas obras de Blasco Ibáñez o de Pío Baroja, considerado como la bestia negra de los literatos españoles. "Un tal padre Guevara editó un folleto titulado Escritores buenos y malos, y al llegar a Pío Baroja señalaba que éste no hacía honor a su nombre y debería llamarse Impío". Los autores extranjeros no se libraban de la prohibición, desde Anatole France hasta Alejandro Dumas o Víctor Hugo, o títulos clásicos como El decamerón o las obras del marqués de Sade, que estaban catalogadas de pornográficas. "Una vez se llevaron la obra de una autora que firmaba Alma Angélica simplemente porque estaba dedicaba al que fuera ministro durante la República Indalecio Prieto. Así funcionaban las cosas", comenta resignado.
Asegura, sin embargo, que pudo leer durante la dictadura a un buen número de autores revolucionarios rusos en las bibliotecas públicas: "Como los bibliotecarios no tenían ni idea, se guiaban por lo que les sugería el título a la hora de clasificar los libros. Recuerdo uno que se titulaba Cemento, que trataba de la revolución rusa y que yo leí en una biblioteca de la Gran Vía. Estaba en al apartado de libros de construcción", dice con una sonrisa irónica.
Cuando llegó la democracia, los madrileños compraban los libros políticos que habían estado prohibidos como si fueran best sellers. "Fue el efecto rebote, pero yo sabía que aquello no podía durar. El 90% de la gente, y no exagero, no tenía ni idea de lo que compraba. Pretender sin una formación política leer, por ejemplo, El capital, de Marx, es absurdo, y, sin embargo, se vendía como rosquillas. Después todo volvió a la normalidad".
Lo que más rabia le da es que los censores consiguieran su objetivo. "La incultura era tremenda. En 1967, el Día del Libro (el 23 de abril) fui como todos los años a vender a la Gran Vía. Acababa de publicarse Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez. Me llevé 20 ejemplares y no vendí ni uno".
"Es verdad que ahora se lee -más", concluye. "Pero la mayo7 ría sólo lee las novelas que editan las grandes editoriales. No compran libros de historia, ni ensayo, ni filosofía..."
Muy cerca de Lucas Madrid tiene la caseta, la número 16, Ramón Montero Río, el librero más antiguo de la cuesta de Moyano. Tiene 81 años y se instaló en esta feria permanente en 1928, tan sólo tres años después de que el conde de Vallellano, entonces alcalde de la capital, la inaugurara. Situada entre la glorieta de Atocha y la calle de Alfonso XII, la cuesta fue bautizada con el nombre del ministro que declaró obligatoria la enseñanza primaria en España en 1857, y en e a se istalaron los libreros que hasta entonces deambulaban por el paseo del Prado y los alrededores. Sólo en una ocasión, en 1986, abandonaron varios meses la cuesta, cuando se reformaron las destartaladas casetas.
Esta feria de libros de ocasión se convirtió enseguida en el corazón literario de Madrid y en lugar de cita diaria para los intelectuales y escritores de la época. En la década de los años treinta, Ramón Montero charlaba con frecuencia con Pío Baroja, Azorín y Valle-Inclán. "Cuando don Pío cumplió 80 años nos acercamos a su casa una comisión de libreros para felicitarle. Era serio, pero muy afable". También conoció a un joven profesor que daba clases en Salamanca y viajaba de vez en cuando a Madrid para comprar libros en la cuesta. Luego llegó a ser alcalde de Madrid: era Enrique Tierno Galván.
Su recuerdo más entrañable se remonta a 1931, cuando el entonces jefe de Gobierno de la II República, Manuel Azaña, se acercó a su caseta y le compró una biografía del general Espartero. "Me pagó y se marchó sin decir nada. No traía escolta y había dejado el coche oficial en la calle de Alfonso XII. No como ahora, que cuando viene algún político llega rodeado de policías y periodistas. Cuando estalló la guerra civil, la mayoría de los libreros continuaron en sus puestos. En cuanto terminó la contienda comenzaron los problemas. Los censores llegaban sin avisar, echaban un vistazo a los libros y retiraban lo que les daba la gana. Por supuesto, no los pagaban. Y ni siquiera sabías a qué criterio atenerte: los libros políticos estaban prohibidos, pero también las novelas de contenido alegre, historias atrevidas como las de El Caballero Audaz. Por eso no había demasiada oferta. Lo que más vendíamos eran los autores del Siglo de Oro y las novelas que llamábamos de porteras, que se editaban en fascículos interminables que llegaban a tener hasta cuatro tornos", recuerda el librero.
En 195 1, Ramón se casó con Rafaela García, que tiene ahora 72 años y se convirtió desde el principio en una entusiasta ayudante.
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