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Ángeles entre nosotros

La ascensión a los cielos de los 39 miembros de la secta Puerta del Cielo (que no suicidio, desde su vivencia) ha conmovido a la opinión pública estadounidense tanto como la Suprema Verdad impactó a Japón hace dos años. Sobre todo porque se trata(ba) de personas afables, altamente educadas, muchas de ellas informáticos de buen nivel, lo que les permitió mantener su frugal vida mediante servicios de conexión con Internet, y respetadas, aun ahora, por cuantos las conocieron. Su adhesión a la secta, a lo largo de más de veinte años, fue estrictamente voluntaria, como asimismo fue la separación de la misma de quienes optaron por hacerlo. La ingestión de barbitúricos con vodka que les condujo a la cita con la nave espacial que les esperaba en la cola del cometa también ha sido, según la policía, enteramente voluntaria. Por lo cual no hay condena moral de su comportamiento, sino sobrecogimiento por el síntoma que representan. Aunque sus creencias han sido ridiculizadas, una vez sopesadas son, en realidad, repetición de creencias del cristianismo actualizadas en versión de ciencia-ficción de la era de la información. Sostienen que hay un reino de los cielos de donde vinieron ángeles a encarnarse en hombres para conducir a los humanos a dicho reino mediante el ascetismo y la fe, dejando atrás sus cuerpos mortales, simples accesorios, para su resurrección eterna en la verdadera vida. Desde el punto de vista racionalista y estrictamente científico, tanto estas creencias como lo que nos enseñaron en la educación católica son equivalentes. Afortunadamente, el punto de vista científico no agota la experiencia vital. Hay otras muchas dimensiones, tal vez las más importantes, que, como sabemos desde pequeñitos, son cuestión de fe. Como la existencia de Dios. Por ello, quienes optaron por tomar el último ovni, con salida desde California, no eran esencialmente diferentes del 86% de norteamericanos que son profundamente religiosos, pero de forma cada vez más diversificada, según las trayectorias personales de cada uno. E incluso su creencia en un mundo extraterrestre de donde vienen los ovnis es compartida por millones de personas en Estados Unidos y en el resto del mundo. Es esa complicidad profunda lo que afecta más directamente a mucha gente que se siente a la vez cerca de ellos y horrorizada de dicha proximidad.Pero aún hay más. Rasgos fundamentales de la sociedad norteamericana aparecen reflejados en la Puerta del Cielo como en los fragmentos de un espejo roto. La atormentada sexualidad masculina. La idea, puritana y católica a la vez, de que el sexo es pecado. La destrucción de las relaciones personales por la tensión sexual. La búsqueda de un nuevo continente afectivo en la homosexualidad y el descubrimiento de que ser gay, aunque libere de tabúes sociales, no resuelve el problema del poder en la relación. Eso le ocurrió a Applewhite, el carismático músico líder de la secta, y le llevó a la castración como solución mecánica a su miserable existencia terrenal. Una solución imitada por varios miembros de la secta, todos hombres, que vieron en ella una superación de su dependencia obsesiva del sexo. Relaciones asexuadas en la sociedad del consumo generalizado de imágenes sexuales es probablemente la subversión más radical, la autonomía individual más profunda. Y la que, castración aparte, más se acerca a las enseñanzas del tradicionalismo religioso (recuérdese: contra el sida, abstención).

La relación de la secta con Internet es profunda y complicada. No es, como se ha escrito, un producto de Internet. La secta ha existido, en distintas versiones, durante más de dos décadas y es más bien un producto de las culturas alternativas, centradas en la espiritualidad, que se originaron en los utópicos sesenta. Y movimientos religiosos congregándose en una noche clara de bellos luceros para ascender al cielo han sido documentados en Estados Unidos desde, al menos, 1843. Ahora bien, la secta emergió a la superficie informativa, en los últimos meses, a través de sus páginas en Internet, obteniendo incluso algún converso a través de las mismas. Pero también fueron las respuestas ridiculizantes y escépticas que recibieron desde la constelación Internet lo que convenció definitivamente a los autodenominados ángeles de que no podrían romper la barrera de escepticismo de los descreídos. Y les llevó a la convicción de que su misión en la Tierra había terminado y podían, por fin, viajar al "Próximo Nivel". Internet no es la raíz o el instrumento de las sectas religiosas. Internet es, simplemente, real como la vida misma. De hecho, en poco tiempo, será una buena parte de la vida misma. Y, por tanto, ahí hay de todo, en un caos que los tribunales estadounidenses han consagrado como un derecho constitucional: el derecho al caos, un nuevo canon de un mundo recién nacido. Y en esa red de ideas, debates, pasiones sórdidas, sueños y pesadillas, en ese Internet, proliferan organizaciones religiosas de distinto tipo, formadas por un individuo o, como la Coalición Cristiana del apocalíptico Pat Robertson, por un millón y medio de individuos. Son distintas, contradictorias, vociferantes. Pero todas buscan. Buscan un nuevo sentido, fuera de las instituciones, y frecuentemente en contra de ellas, en un confuso lenguaje que mezcla las series televisivas de ciencia-ficción, los evangelios, el Corán, las enseñanzas de Buda, la música electrónica y los deseos personales, expresados o reprimidos. En esa cacofonía espiritual se encuentran muchos de los que buscan un sentido más allá de los límites de su vida reglada y más acá del mundo de un poder inaccesible. Y porque esa barahúnda de ideas y pulsiones bulle bajo el barniz de la vida cotidiana de cada quisque, el que un buen día llegue una nave espacial y se los lleve, con una copita por añadidura, ha puesto nerviosa a mucha gente. Pero no se inquiete. Estoy hablando de Estados Unidos. Sociedad individualista, neurótica, religiosa, tecnológica, cinematográfica, imperialista y obesa. No nos concierne, salvo como divertimiento y motivo de solaz (qué bien se está en casita). A menos que alguno lamente que no tengamos ángeles entre nosotros.

Manuel Castells es profesor de investigación (Sociología) en el Consejo Superior de Investigaciones Científicas, en Barcelona.

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