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JAVIER TOMEO ESTRENA EN PARÍS

Un baturro en el teatro del rey Sol

El miércoles 2 de abril Javier Tomeo estrenaba en la Comédie Française La lettre codée, adaptación teatral de su relato El castillo de la carta cifrada (Anagrama, 1979), realizada por el suizo Félix Prader, quien asimismo firma la puesta en escena del espectáculo.La sala en que estrenaba Tomeo no era el denominado Théátre Français, en la Rue Richelieu; ni siquiera la segunda sala de la Comédie, el ilustre y hoy remozado Vieux Colombier. Tomeo estrenaba su obra en el Studio-Théâtre, una sala chiquita -apenas 200 localidades de aforo-, limpia, coqueta, situada bajo el Louvre, exactamente en la pequeña plaza de la pirámide invertida, en unas galerías dedicadas al ocio y preferentemente a la venta de trapos, juguetes, diseño doméstico, golosinas y algún que otro aparato ortopédico sabiamente camuflado. Una sala inaugurada hace escasos meses.

Para los fans de Tomeo -que son legión-, su debut en la Comédie tenía, pues, toda la pinta de un elefante perdido, preso, en una fábrica de porcelana (de Sèvres). De un baturro en el teatro, en el teatro miniatura, caricatura, si se quiere, del rey Sol. Pero no así para nuestro autor. Javier Tomeo (Quincena, Huesca, 1932) era consciente de que aquella salita, con sus tiendecitas alrededor y su pirámide invertida, no dejaba de ser la denominada Maison de Molière, regia, revolucionaria, republicana, imperial... -tanto monta, monta tanto-, donde desde 1979, año en que Arrabal estrenó La tour de Babel (en el Odéon, entonces segunda sala de la Comédie), no había vuelto a estrenar ningún otro autor español. En resumidas cuentas, y tomen nota los aficionados a los récords, aunque sean literarios, que Javier Tomeo, tras el estreno de Monstre aimé en el Théâtre de la Colline (1989), igualó el miércoles la marca oficial que tenía Federico García Lorca (dos obras, La casa de Bernarda Alba y El público, en dos teatros nacionales franceses), y que la próxima temporada, si no se produce ningún percance, Tomeo superará al granadino al estrenar en el Odéon la adaptación francesa de Diálogo en re mayor. Aquel día, Javier Tomeo se convertirá en el autor español vivo más institucionalizado del teatro francés, a un paso de jugarle la final al mismísimo y difunto don Pedro Calderón.

Ahora bien, lo curioso de esa historia es que Tomeo, a diferencia de don Pedro, de Lorca, de Arrabal -y de Buero, y de Sastre, ¡y de Mihura!...-, no es ningún autor teatral. Tomeo, dicen, escribe historias para que los demás las conviertan en teatro: monólogos, a lo sumo diálogos. Eso no es exacto. Tomeo escribe historias, novelas o relatos donde el monólogo o el diálogo ya está ahí, servido, para que el director y los intérpretes lo pongan en pie, lo conviertan, en teatro, política, correctamente hablando.

A veces ocurre que el diálogo gana algo, o mucho, en el teatro, sobre el escenario, como ocurrió con Monstre aimé (dirección de Jacques Nichet, interpretación -soberbia- de Jean-Marc Bory y Charles Berling), y otras que el diálogo o el monólogo ni gana ni pierde, queda, por así decir, preso de la personalidad de un monstre sacré, no por ello menos querido, como es el caso de Roland Bertin, el marqués de La lettre codée, un sociétaire de la Comédie que lleva 15 años navegando exitosamente entre Moliére y Labiche, sin descuidar algunas travesías algo más comprometidas entre islotes como el de Juan Benet (Agonia confutans. MC 93 Bobigny, mayo de 1995).

El marqués de La lettre codée, servido por Bertin, es una criatura monstruosa, espantapájaros patético de su propia soledad; una criatura despótica e indefensa, temerosa, que Bertin arropa con el manto de una tradición, de un oficio admirable, y -¡ay!- también de una cierta grandilocuencia (rota, quebrada por momentos, como si se avergonzase de sí misma -o todo lo contrario: lo diese un ramalazo brechtiano-) que nos invita a creer, aunque sea un instante, en los entrañables cuentos de hadas en los que la rana -o el sapo- es capaz de convertirse en príncipe y las calabazas en carrozas (del teatro del rey Sol, o del rey Walt Disney). Cuando, en realidad, me temo que tras ese marqués que se entretiene en mandar cartas cifradas, indescifrables, lo que hace falta es un poquitín menos de grandilocuencia -aunque sea tan exquisita y a veces ácida y desamparada como la del gran Bertin- y algo más de espanto, de humor negro, negrísimo, baturro: Goya, Buñuel, Tomeo... Por cierto, ¿cómo le sentará la Legión de Honor a Javier Tomeo?

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