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Obreros divinos

Los sacristanes más veteranos de la capital cuentan los avatares de un oficio condenado a desaparecer

Pepe Vega, un sacristán nacido en Chinchón hace 66 años, está orgulloso de haber llegado al mundo un 25 de enero, "el mismo día que Jesucristo tiró a San Pablo del caballo y lo convirtió", sentencia. También podía haber sido cura, pero está la pega del celibato y a este hombre dicharachero y piropeador nato le gustan demasiado las mujeres. Hace más de cuatro décadas, en 1954, recién terminado el servicio militar, ingresó como sacristán en la iglesia de San Ramón Nonato, una antigua parroquia del Puente de Vallecas en la calle de Melquiades Biencinto, donde se casó y ha vivido con su mujer y sus cuatro hijos hasta hace 15 años. Él es uno de los 50 sacristanes que atienden los templos de la capital y es el suyo un oficio tan antiguo como la propia Iglesia, que no pasó inadvertido a la sátira de los literatos clásicos, y que parece condenado a desaparecer.A pesar de no ser una figura eclesiástica, algunos sínodos se han ocupado de ella para advertirle de la obligación de "observar corrección en su vida y sus costumbres para servir de edificación y nunca de escándalo al pueblo fiel". La mayoría de los sacristanes madrileños están casados, muchos fueron monaguillos en su infancia y todos declaran una fe inquebrantable.

Pepe, que está jubilado, pero acude diariamente a la parroquia "para echar una manilla" es el tesorero de la Hermandad. de Sacristanes, una asociación que reúne a "estos obreros de la Iglesia", como se definen, y que se creó en 1972, con el apoyo del cardenal Enrique Tarancón, para reivindicar sus derechos laborales. Hasta entonces, la Iglesia, más pendiente de las obligaciones del cielo que de las de Haclenda, no les incluyó en la Seguridad Social y su salario, siempre escaso, dependía de la caridad del cura y, sobre todo, de los feligreses. Hace 25 años, el gremio de sacristanes se equiparó al de conserjes, y así consta en el Sindicato de Actividades Diversas.

Cuando Pepe empezó hace medio siglo, las misas se oficiaban en latín, con el sacerdote de espaldas a los fieles. "Había que tener fe por duplicado, porque la gente no se enteraba de lo que decía el cura", bromea. El trabajo duro no le ha restado sentido del humor. "Antes, las ceremonias eran todas individuales y no paraba. Cuántas veces mi mujer me tenía que subir el tazón de leche al coro porque se me juntaban unas con otras. Y las santas funciones: tenía que levantarme de madrugada para dar una extremaunción. Iba corriendo de una boda a un funeral, de una comunión a un bautizo".De sus honorarios no suelta prenda, pero queda claro que la aportación de los fieles ha sido fundamental. "Antes no cobrábamos ni el sueldo base y vivíamos de las propinas. Una vez, el cantante Antonio Molina fue padrino de una boda. Como era famoso pensamos que se rascaría el bolsillo. ¡Qué desilusión! Después de mil peripecias sólo le sacamos 20 durillos. La gente no entiende que la Iglesia, a pesar de que es divina, no vive del cielo sino de la tierra y el cristiano que pide un servicio debe ser generoso con los gastos terrenales".

Además del mantenimiento y conservación del templo, es el encargado del apartado musical -aprendió a tocar el órgano cuando era monaguillo en Chinchón- y ensaya con los fieles antes del comienzo de la misa. Siempre tiene un hueco para atender a la gente que llega en busca de ayuda. Como le han tomado el pelo alguna vez, cuando le piden dinero para comer, los envía al bar de enfrente, donde todo el mundo que tiene hambre y anda escaso de fondos puede comerse un bocadillo a su cuenta: "Son, sobre todo, inmigrantes y algunos días hay cola".

En un armario de su despacho guarda los libros de bodas, bautizos y defunciones escritos a mano por él. Todos sus hijos fueron bautizados en la parroquia y eligió al inscribirlos la redondilla para destacarlos del resto.

Debe de ser complicado tener un patrón divino y quizá sea esa la razón por la que no se atreve a hacer el más mínimo reproche de los jefes que ha tenido. "Por aquí han pasado más de sesenta sacerdotes. Ha habido de todo, pero la actuación de los curas no desdice de Dios, y soy tan creyente como el primer día".

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Otro de los sacristanes veteranos, de la capital es Leopoldo Ortiz. A sus 77 años todavía ejerce el oficio en la parroquia de Santiago, donde recaló en 1960. Es el único en cuyo DNI consta como profesión la de sacristán. Cuenta que las primeras reuniones de la hermandad, en la calle de Martín de los Heros a comienzos de los años 70, fueron calificadas de subversivas "aunque no se atrevieron a intervenir porque también había sacerdotes".

Leopoldo -que se niega a que le fotografíen- toca el órgano y canta en las misas y actos litúrgicos, como el de las vísperas, que se celebra todos los jueves en esta iglesia. Ha ejercido dignamente su profesión y no ha consentido que ningún párroco le tratara de fray Escoba. Echa de menos el vestirse de sacristán, con sotana, tirilla y roquete blanco, a pesar de que hacerlo conlleva riesgos. "A veces me confundían con el cura, un feligrés intentó pegarme creyendo que yo era el párroco".

La Seguridad Social le sacó de su precaria situación económica. "Mi familia y yo (está casado y tiene tres hijos) hemos sobrevivido gracias a los feligreses"."El obispado me daba 300 pesetas mensuales, y algo sacaba de las ceremonias; pero nunca llegué a sobrepasar las 1.500 pesetas", continúa. Hace años tuvo una caída en la iglesia. Fue uno de los momentos más dramáticos de su vida: "El cura tuvo la desfachatez de cobrarme la inyección que me pusieron".

En la colegiata de San Isidro, catedral de Madrid hasta que se inauguró La Almudena en 1993, trabaja Juan Sánchez, natural del pueblo cacereño de Hervás, a quien no le gusta confesar su edad y que llegó hace poco más de dos décadas tras dejar su oficio de instalador eléctrico. Está soltero y asegura que con su sueldo vive decentemente. Asegura que ha visto dos veces el cuerpo incorrupto de san Isidro, que se conserva en un sarcófago del Altar Mayor. "Está cerrado con varias llaves que guardan diferentes personas. También tenemos las cenizas de Santa María de la Cabeza en una urna".

Su colega Julián Adrados, de 63 años, vive en la antigua catedral con su mujer y su hija. Sólo lleva 5 años como sacristán. Antes trabajaba en una multinacional de maquinaria de coches pero se quedó en paro. Las monjas de la catedral de La Almudena le enseñaron a doblar la ropa y a preparar los ornamentos, cálices patenas, los purificadores de cada sacerdote y la ropa de misa, tareas que él realiza con esmero Además se ocupa de la vigilancia de la basílica. "Me ha costado hacerme con tantas llaves. En la colegiata hay un centenar y yo manejo 30 a diario. Se requiere habilidad y memoria".Hace dos años llegó un nuevo sacristán, Isidro Carrascal Vidal, de 44 años, tras toda una vida de camarero. "Fue el señor quien me trajo hasta aquí un 14 de marzo". Le gusta atender a los fieles "muchos se encuentran solos" y ayudar a los vagabundos que se agolpan en la puerta.

El presidente de la Hermandad, Julián Ortega, de 46 años, se ocupa, con otro compañero que no quiere hablar, de una de las iglesias con más prestigio Los Jerónimos, donde se celebran más de 300 bodas al año. Aquí los sacristanes, como en San Isidro, lucen aun la vestimenta tradicional para atender los oficios.

Es consciente de lo mal que lo han pasado sus viejos compañeros pero él llegó al oficio en la época buena, justo cuando les arreglaron la situación laboral. Parco en palabras, le preocupa que esta profesión desaparezca: muchas parroquias, cuando se jubila el sacristán no lo sustituyen. "Es caro para la Iglesia pero hay un servicio que hacer. Si desaparecemos, alguien tendrá que hacerlo. Algunos curas recurren a monjas o a seglares".

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