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Desencuentro

De pequeño, yo era un individuo bastante exacto, como todos los niños, pero la música clásica me resultaba un pestiño insoportable. Un mundo de personajes graves que se reunían en una sala y te ponían firme a la menor oportunidad. Lo habitual entre adultos, aunque llevado a las últimas consecuencias. En aquel círculo no estaba permitido moverse en la butaca, toser, bostezar y, mucho menos, hacer globitos con el chicle. Esto último, según recuerdo, les disgustaba de modo singular.Aquellas personas, siempre parecían enfadadas, de morros, como si padecieran de gota; y ni siquiera los músicos se libraban de su mal temple. A veces, cuando la orquesta terminaba una pieza, hacían caso omiso y permanecían mirando al frente como esfinges de granito. Silencio absoluto. Ni un gesto, ni un silbido, ni un murmullo cruzaba la sala. Nada. En realidad, yo coincidía con ellos: la función estaba siendo una pesadilla (recuerdo, en concreto, una sinfonía del perverso Shostakovich que literalmente ponía los pelos de punta), pero a mi entender eso no justificaba un trato tan cruel hacia los miembros de la orquesta. Y si algún despistado, por casualidad, cometía el error de empezar a aplaudir por su cuenta, la multitud se volvía hacia él, le cercaba y le hundía en la butaca con una mirada escalofriante. Gentes duras, en efecto, pese a la pajarita que gastaban.

No obstante, y por sorprendente que parezca, allí nadie se daba por aludido. En medio del silencio, el director pasaba su hojita en el atril, el público se acomodaba y la música volvía a sonar con absoluta naturalidad. Desconcertante, sin duda, sobre todo porque sólo 15 minutos después (y sin que uno hubiera apreciado mejoras significativas en el repertorio) aquellas esfinges en forma de espectador sufrían una mutación inverosímil y de improviso empezaban a aplaudir con increíble entrega.

Algo me estaba perdiendo. Algo veían ellos que a mí se me escapaba. Y tal vez fuera aquel recelo (aquel mosqueo, por expresarlo en lenguaje coloquial) lo que provocara mi primer acercamiento a la denominada música clásica. Empecé a solas, furtivamente, con discos terribles, propiedad de mis señores padres, y continué con mi amigo José Manuel Lacarta, un profundo conocedor del padre Soler, agárrense los machos. Descubrí luego a un tipo llamado Brahms; a otro que manejaba de maravilla las flautas, y también me vi las caras con dos cepos de indudable peso en el mundillo musical: los señores Mozart y Beethoven, si bien dichos sujetos nunca terminaron de tocarme el corazón. Depresiones, en fin, hipo, sudores y pequeños colapsos fueron el precio que pagué por satisfacer mi curiosidad; pero también es cierto que hoy, pasados los lustros, la música clásica y yo podemos considerarnos amigos.Y un fenómeno muy parecido -aunque por desgracia en sentido contrario- ha provocado también mi ruptura con el parque del Oeste. A ése sí le quería de niño. Nos entendíamos, éramos cómplices, mirábamos de igual modo el mundo y nos gustaba estar a solas. Pero prefiero no insistir, por si me echara a llorar. Todo sucedió muy deprisa y sin razón aparente. La primera vez pensé que teníamos un mal día. La segunda, que éstabamos cansados. Y la tercera.... quizá no hubo tercera, porque para entonces ya nos sabíamos perdidos. Lejos. Como viejos extraños. Ya no nos queríamos y entre nosotros sólo cabía la separación.

Todo esto resulta un poco complicado, ciertamente; patológico, incluso; y más si tomamos en consideración que hasta la fecha no he podido superar la ruptura. No se trata tanto de tristeza o nostalgia -que algo de eso hay-, sino más bien de una cuestión técnica: ¿por qué pasan las cosas? ¿Por qué nace y muere el afecto? Como todos los ilusos, mil veces he buscado explicaciones: genéticas, temporales, clorofílicas y espirituales; y como todos los ilusos, nunca obtuve respuesta. Lo único cierto es que ya no me gusta el parque. Lo rehúyo, siento aprensión a sus laderas y me estremecen sus chopos huecos y moribundos. ¿Existirán los hechizos? Ya me gustaría, ya; porque al fin y al cabo sería un buen modo de entender el desencuentro.

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