El agua pagana
El agua ha ganado imagen, crédito y significación. No sólo sirve para fregar, regar o saciar la sed. Ahora está en los clubes y en los restaurantes desempeñando una función relacionada con la silueta y una nueva teoría social. El agua es, desde hace unos años, algo más que el líquido elemento, es un elemento de distinción y el signo de una moderna filosofía de la imagen.El agua procura sosiego, compañía, sensaciones de alivio y alusión a un universo donde cualquier amenaza se ahoga con placidez. El agua es de lo mejor que hay: silencio nutritivo y puro. Tan decisiva que sólo se puede sobrevivir unos días sin ella y tan apegada a la condición humana que el 60% de nuestro cuerpo se prolonga en su naturaleza igual. No es raro que una sustancia de esta categoría sea barata; tan barata o libre como parece ser el don de la existencia y, tan coherente con lo natural, que no se conoce nada más primitivo en diseño y en color.
No va a durar, sin embargo, mucho tiempo esta benévola diafanidad. El siglo que viene trasformará la conside-. ración del agua y, lo que ahora es un bien asociado a la espontaneidad de estar vivo, se convertirá en un artículo premeditadamente opaco, etiquetable, cotizable en bolsa y expedido a un precio que alterará la idea de venir del más allá. Una vez tras otra, -y la última se encuentra en las tentativas gubernamentales de privatizar el agua- lo hidraúlico se encuentra en el punto de mira de los negocios lucrativos del futuro. La poética del agua, la erótica de los arroyos, la fantasía de los lagos, se verá doblada por una visión que ha descubierto en sus metros cúbicos una potencialidad mercantil. Todo el tratado de Gaston Bachelard sobre El agua y los sueños despierta a las reglas la escasez y a su tratamiento como producto apegado al dinero. La estética de los ríos, la lírica de la lluvia o la épica de las- tormentas ganan cada vez más espectadores de talante circunspecto que contabilizan los manantiales como fuentes de ingresos. Son los que denuncian que pagamos muy poco por el agua y que las cosas no pueden seguir así. En Pekín cada familia gasta algo más de 900 pesetas por su consumo de agua al año; ese, le! parece un atraso. A los japoneses de Tokio les sale esta partida por ocho mil duros y a los suizos de Ginebra por más de diez mil. Los madrileños pagan unas 21.000 pesetas, anualmente y, los de Barcelona, 20.000.
Por todas partes cunde la doctrina contra el agua bendita cuyo litro recibimos ahora en España a cambio de una limosna que oscila entre los cinco y los diez céntimos por litro. Esto se tiene por simbólico y ancestral. Paganizando el agua, haciéndola perder su categoría sagrada, trasmuta da en simple mineral, desaparecerá también su aura, y el mismo cielo que la envía será una fase en la cadena de pro ducción. Desde los grifos a la nubes, la secuencia hidráulica se industrializa y, una vez industrializada, ¿por qué no cargar la mercancía con todos los costes de almacenamiento transporte y comercialización?
El agua embotellada, más allá de una moda circunstancial de los ochenta, ha actuado como una escuela sobre el agua por venir. Por un vaso de agua Con marca, se está pagando ahora hasta 800 veces más que por el agua corriente, no importa lo buena que sea. Lo corriente en el futuro será que todas las aguas estén marcadas. Serán en suma extirpadas como segmentos de la naturaleza total y servidas como artículos de empresa. Esto les parece a grandes economistas muy positivo porque ajustar a el precio alto a su alto valor. Nada, sin embargo, puede sentirse como de mayor valor, humano. y cósmico, que la fantasía del agua libre. Neutralizada su libertad, incrementado el precio en proporciones convulsivas, se convulsionará la concepción de la vida. Seremos entonces conscientes como nunca de que debemos pagar para vivir y redescubriremos al cuerpo como un artefacto que, como los coches, dependerá de alguna firma multinacional del combustible para poder valerse y funcionar.
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