Mundo ancho y ajeno
A las seis de la mañana, cuando salgo a caminar por la Avenida -doce kilómetros de Malecón donde rompen las olas bravas del Caribe- está todavía oscuro y es un suplementario placer, sumado al de la tibia brisa y las invisibles salpicaduras del mar en la cara, el espectáculo del sol abriéndose paso entre frondosas nubes e iluminando de pronto con una vivísima luz amarilla los techos y fachadas de Santo Domingo.Hay muy pocos caminantes a esta hora, pero, una cuadra antes de llegar al restaurante español, los tres o cuatro vendedores de pintura "naive" ya han desplegado su mercancía sobre la tapia de un solar, la que, convertida en un mosaico de colores flamígeros, exhibe a lo largo de veinte o treinta metros, paisajes campesinos, hileras de braceros, brujos enmascarados, cabañas, pescadores, chivos o diablos, en telas confeccionadas según un patrón abstracto que las priva de toda vivencia y originalidad. Descalzos y semidesnudos, los vendedores mascullan entre sí una parla en la que apenas entiendo alguna palabrita suelta. Son haitianos y hablan en creole. Algunas cuadras más allá, en la explanada con quioscos de refrescos y viandas frente al Cinema Centro, me cruzo también con un grupo de mujeres haitianas, con pañuelos en la cabeza, parloteando mientras recogen las basuras.
¿Cuántos como ellos habitan en la República Dominicana? Deben de ser muchos miles y, por lo visto, una gran mayoría indocumentados e ilegales. Su presencia es en estos días objeto de viva controversia, pues, debido a las repatriaciones forzadas de haitianos que emprendieron las autoridades, el gobierno dominicano ha sido objeto de críticas severas por parte de organismos internacionales y defensores de los derechos humanos. Entre los críticos figura, oh paradoja, el gobierno francés, quien deplora que las autoridades dominicanas hagan con los haitianos en esta isla lo que la famosa "ley Debré" contra la inmigración clandestina recién aprobada en el Parlamento francés, le conmina hacer con los marroquíes, argelinos, senegaleses y demás africanos que viven en Francia en situación de ilegalidad. En vista de la presión exterior, el Presidente Leonel Fernández ha interrumpido las repatriaciones. Pero la frontera entre los dos países que comparten la isla Hispaniola, tan cara a Colón, está cerrada y ha habido violencia en la región haitiana de Juana Méndez contra los policías que tratan de cerrar el paso a las familias que tradicionalmente la cruzan a diario para vender y comprar mercancías.
El conflicto está lejos de solucionarse y es un botón de muestra de lo que será, sin duda, uno de los más incandescentes problemas del siglo que se avecina: las grandes migraciones de los pobres hacia los países prósperos en pos de la supervivencia y los esfuerzos de éstos por contenerlos y confinarlos en su lugar de origen. Me apresuro a pronosticar, con los aspavientos de un brujo haitiano de Sité-Soley, que, aunque correrá sangre y habrá innumerables tragedias y padecimientos, los pobres ganarán inevitablemente esta guerra (y me alegro mucho de que así sea).
Desde las perspectiva de un ciudadano del desdichado Haití, el país más miserable del hemisferio occidental, cuyo empobrecimiento se ha agravado de manera atroz con la dictadura militar de Cédrars y los cataclismos políticos de los últimos años, la República Dominicana es un país muy próspero. Y lo es porque, aunque desde la atalaya de España, Francia o Estados Unidos, parezca pobrísimo, esta sociedad viene creciendo a un ritmo de 7 por ciento anual, atrayendo un flujo creciente de inversiones y desarrollando algunas industrias, como el turismo, que tienen un futuro promisor. La inflación está controlada y goza de una estabilidad política que nada amenaza en lo inmediato. Naturalmente, los cuatrocientos kilómetros de frontera se han vuelto una coladera por la que millares de familias haitianas vienen a buscar en suelo dominicano lo que su país es incapaz de darles: una manera de ganarse el sustento y no perecer de inanición.
Aquí trabajan como braceros en los cañaverales y arrozales, se emplean en la construcción y en el servicio doméstico, venden chucherías por las calles o arman cada mañana sus tiendas volantes en las abigarradas callecitas del "Pequeño Haití", en Santo Domingo, en los alrededores de la avenida Mella, a espaldas del Mercado Modelo. En este paraíso de la economía informal, que ocupa aceras y calzadas, se puede comprar de todo, camisas, pantalones, electrodomésticos, discos y, por cierto, abundantes menjunjes de misteriosa naturaleza para aderezar las comidas, curar el "mal de ojo" o provocar el odio y el amor. La novelista Mayra Montero ha documentado con viveza en una ficción, Del rojo de su sombra, esta penetración cultural haitana en la sociedad dominicana donde, en la zona rural sobre todo, han surgido cultos, prácticas y modos de comportamiento que vienen del vecino país y se prolongan en los hijos y nietos de los inmigrantes que arraigaron en esta tierra.
Este fenómeno de mestizaje y aculturación genera entre algunos dominicanos reacciones tan atemorizadas y coléricas como en Francia, donde, como es sabido, proliferan los defensores de la "identidad cultural francesa" que amenazarían destruir, en un ataque combinado, los árabes fundamentalistas, los McDonalds y las películas de Spielberg. Un intelectual dominicano, Manuel Núñez, se pregunta en el Listín Diario: "¿Debemos permitir ante nuestros ojos que se desnacionalice el cultivo del arroz, del café, de las habichuelas como ya ha ocurrido con la caña de azúcar? ¿Debemos suprimir la soberanía nacional en lo que, respecta a Haití?" Este es un argumento supersensible, que remueve peligrosos íncubos del subconsciente dominicano, pues el país padeció en el siglo XIX veinte años de ocupación militar haitiana y celebra su independencia el día que se emancipó, no de España sino de Haití. Desde entonces, las relaciones entre ambas naciones han experimentado crisis periódicas, la más terrible de las cuales tuvo lugar en 1937, cuando el Generalísimo Trujillo ordenó una matanza de haitianos que constituyó un pequeño genocidio. (El historiador Bernardo Vega calcula las víctimas de esa orgía de sangre en seis mil, y otros elevan la cifra hasta veinte mil).
El señor Núñez afirma también, en su artículo, que las migraciones haitianas significan un problema sanitario para la República Dominicana: "Ya se sabe que la única forma de controlar la malaria, desintería y algunas enfermedades copiosas en Haití es haciendo extensiva la vacunación a los haitianos legales e ilegales que polulan en nuestras campiñas y ciudades. Es decir, asumiendo dentro del Presupuesto nacional una partida de gastos cuantiosos...". ¿No parecen estas razones calcadas de las que esgrimen los legisladores y gobernadores de Estados Unidos -dónde residen un millón de dominicanos, buena parte de los cuales son indocumentados e ilegales- para que se adopten draconianas medidas contra los indeseables inmigrantes procedentes de América Latina que invaden por oleadas crecientes el territorio estadounidense? Son idénticas, en efecto, y reflejan, por una parte, una cuota de verdad -nadie puede reprochar a un ser pensante que aproveche las ventajas que se ponen a su alcance- pero, sobre todo, un pánico ancestral a ser contaminado por "el otro" (la otra raza, la otra lengua, la otra religión), a disolverse en una promiscua mezcla, como resultado de la merma de las fronteras tradicionales que mantenían a cada cual (países, hombres, cultura, creencias) amurallado en su lugar.
Quienes piensan como don Manuel Núñez son muchos millones en el mundo, y es posible que, si hubiera un plebiscito sobre el tema en la República Dominicana (país hospitalario si los hay), acaso apoyaría la política de repatriaciones forzadas una mayoría tan grande como la que, en Francia, según las encuestas, respalda la xenófoba "ley Debré" contra la inmigración ilegal. Sin embargo, sus argumentos se hacen añicos contra una realidad verificable en todas las fronteras del mundo que pretenden (siempre sin éxito) cerrarse a piedra y lodo contra los migrantes de sociedades pobres. Aun si la República Dominicana pusiera un soldado cada cinco metros en los cuatrocientos kilómetros de la frontera con orden de tirar al bulto, los haitianos seguirían entrando, burlando los obstáculos, así como lo hacen los dominicanos que a diario, en embarcaciones de fortuna, desafían los remolinos y corrientes traicioneras del Canal de la Mona para entrar clandestinamente a Puerto Rico y de ahí dar el salto a Miami, Chicago o Nueva York. Y si el gobierno dominicano decide gastarse la mitad del Presupuesto capturando y devolviendo ilegales a sus tierras, los expatriados seguirán regresando aunque tengan que hacerlo nadando entre los carniceros tiburones de la costa o abriendo túneles en la montaña como las lagartijas, porque la razón que aquí los trae es la más indoblegable que existe (y también la más justa y humana): escapar de la hambruna y la desocupación, alcanzar un mínimo de dignidad y de seguridad. La única manera de resolver el problema es impracticable, es decir, exterminándolos a todos, como lo intentaron Hitler con los judíos y Trujillo con los haitianos. Y tampoco funcionó.
Por lo demás, no es cierto que la presencia haitiana sea ingrata a todos en este cálido país. Hoy mismo leo en la prensa un comunicado de la Asociación de Productores Privados de Arroz, alarmadísirno, porque, en razón de las recientes repatriaciones, "la producción del cereal en la subregión del Noroeste está semiparalizada por la falta de mano de obra haitiana". El presidente de la Asociación, Fernando Rosario, explica que "el 95 por ciento de los trabajadores agrícolas de la subregión son haitianos", pues los dominicanos no quieren ya trabajar en el campo y prefieren buscar empleo en las ciudades. La verdad es que los haitianos vienen aquí por la misma razón que los dominicanos van a Madrid o a Nueva York: porque allí hay trabajo para ellos, un trabajo que a menudo los nativos no quieren hacer, o, en todo caso, no por los bajos salarios que los inmigrantes aceptan, algo que, a la postre, termina siempre favoreciendo a los consumidores del país receptor.
Si no hubiera sido por la bendita inmigración, por ejemplo, el actual Presidente de la República Dominicana, el ingeniero Leonel Fernández, perteneciente a una familia muy humilde que emigró a Estados Unidos en busca de oportunidades, no hubiera tal vez estudiado una carrera ni adquirido la formación y las modemas ideas que le permiten ocupar hoy la jefatura del Estado de su país. ¿Por qué negar a los haitianos en la República Dominicana las oportunidades que, con todo derecho, tantos dominicanos van a buscar por ese ancho mundo que, por fortuna, cada día va siendo menos ajeno?
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