Los últimos mohicanos del Estado de bientestar
¿Es cierto que el secretario general del PDS, Massimo d'Alema, está traicionando a la izquierda con su reciente toma de posición política, en la que prima la revisión del Estado social? ¿Es cierto que, además de la izquierda, sólo hay una derecha, como sostiene Luigi Pintor, quien ha llegado a comparar al secretario general del PDS. Nunca han estado más fuera de lugar las exageraciones polémicas. Tras el difundido malestar de la gauche italiana por el "nuevo curso" tomado por D'Alema se esconde un gran problema histórico, ideológico, humano.Es un problema que vale la pena afrontar con seriedad, sin envilecerlo con venenos y mezquindad. Es inútil negarlo: el problema planteado atañe a la esencia misma del concepto de izquierda tal y como nos ha sido dado por el siglo que está muriendo. La izquierda ha sido en el siglo XX un área controlada por dos fuerzas principales, totalmente rivales entre sí: el comunismo y la socialdemocracia. El año 1989 ratificó formalmente lo que ya era evidente para la mayoría: las razones históricas, morales y políticas de la socialdemocracia. Y sin embargo, y por una irrespetuosa ironía de los acontecimientos, tras la caída del comunismo, incluso los herederos de la II Internacional se han en contrado de repente camino del ocaso. Los países comunistas del Este, los "Estados del malestar", han sido borrados por la historia. Pero incluso a los "Estados- de bienestar" se les ha acabado el empuje.
¿Hay alguien que pueda negar esto razonableniente? ¿Puede alguien negar que la tradicional cultura del Estado de bienestar muestra todas sus arrugas económicas, sociales, culturales e incluso de coherencia con el objetivo de la solidaridad? Ecología, modos de vida, opciones religiosas, revoluciones tecnológicas, son otras tantas muestras de que las sociedades contemporáneas se van desarrollando más allá de las fronteras imaginadas por el viejo-compromisohistórico" entre productores, que fue, la base de los Estados sociales. Desaparecen viejas tutelas, y unos nuevos derechos y deberes piden carta de ciudadanía.
Se trata de cambios objetivos: añorar los buenos tiempos pasados no sirve para nada. Por el contrario, es indispensable preguntarse si la cultura histórica de la izquierda es capaz de controlar estos cambios o si, al no renovarse, corre el riesgo de quedar marginada por la historia. Si se miran las cosas con honestidad, no es posible no darse cuenta de que tanto la izquierda comunista como la socialdemócrata han compartido, a pesar de su diversidad, por lo menos dos paradigmas culturales que ya no hablan al espíritu de los tiempos.
1. Ambas han considerado la cuestión social como "el corazón" de la política, motor de la iniciativa estatal, denunciando la, relación entre capital y trabajo como la "contradicción principal" del capitalismo. Pues bien, ya se afronte con lógica reformista o con antagonismo visceral, este esquema es, en cualquier caso, un objeto de anticuario. Ética, información, tecnología, fiscalidad, ya no hay una "contradicción principal" de la que deriven las demás. Las sociedades- occidentales son una, fábrica continua de contradicciones, y todas ellas "centrales". Ya no hay un único "sujeto universal", del que partir para construir el propio proyecto de Estado. Como en una red, todo sistema o subsistema vive, simultáneamente, con autonomía y en relación con los demás. Por tanto, cualquiera que opte a ser candidato para gobernar tiene que buscar -un consenso en un ámbito de 360 grados, mucho mas amplio que el viejo "zócalo" social.
2. La izquierda, en sus dos versiones históricas, ha terminado por ver en todo lo que es público o estatal una especie de superioridad ontológica respecto a lo privado. Lo público, como paraíso de la armonía. Lo privado, como infierno del desequilibrio. Si bien es cierto que la sociedad es el freno natural de los egoísmos, de ello no se deriva, como por desgracia sabemos, que todo lo que se realiza en el ámbito público esté exento de graves desviaciones. Ni que la esfera privada no puede ser, en determinadas condiciones, un terreno más ventajoso para las iniciativas dirigidas al bien común. No hay una superioridad filosófica de lo público sobre lo privado,- del Estado sobre el mercado, y sin embargo, y a pesar de ello, parte de la izquierda cree todavía en el Estado-tutor, en un momento en que incluso la idea misma de Estado nacional comienza a estar en crisis.
En otras palabras, dados los grandes cambios en curso, la sociedad abierta se está transformando de ideal en necesidad. El Estado debe aligerarse. El Gobierno central tiene que conservar sólo los despachos indispensables. Y una vez abandonado todo estatalismo, y en el marco de una sociedad civil mucho más fuerte y libre, capaz de mayores responsabilidades ético-políticas, es urgente volver a escribir todas las normas de seguridad, de libertad y de tutela de los individuos respecto a todo tipo de poder: económico, institucional, informativo, religioso, científico.
Es por esto por lo que en la actualidad todos, incluido D'Alema, quieren llamarse liberales. Porque precisamente el mensaje central del liberalismo es el que se impone como- solución más eficaz de gobierno de las sociedades complejas. Tony Blair ha sido el primero en entenderlo.
La izquierda que contesta los planteamientos de D'Alema tiene, pues, una pequeña parte de razón y comete un grave error. Tiene razón cuando sostiene que ir más allá de la izquierda actual significa abrazar ideas y culturas "de otros". Es más: ideas y culturas contra las que la izquierda ha combatido preferentemente. (Pequeña, porque sin esta revolución cultural la izquierda estaría destinada a perecer).
Comete un grave error, sin embargo, cuando considera que actuando de esta forma se traicionan las razones de los más débiles. Todo lo contrario: la sociedad abierta prevé conflictos sociales, incluso ásperos, en los cuales el liberalismo reformista puede marcar sus diferencias frente al ultraliberalismo. Sin embargo, ambos actúan, y ahí es donde duele, en un marco de valores compartidos. Es decir, quizá sea precisamente ésta la circunstancia más dura de digerir por la vieja izquierda.
En efecto, cualquier conflicto ya, no está referido a otra sociedad por construir, ya no hace alusión a un antagonismo de civilizaciones. No hay proyectos generales mediante los cuales planificar el destino de los acontecimientos, contra "el enemigo".
Ésta es la superioridad filosófica del liberalismo sobre cualquier otro pensamiento social: la humildad de saber que todo programa político es relativo, negando a priori la ilusión ideológica de poder programar la historia en una mesa de despacho.
Avanzo una hipótesis: es a esta humildad a la que Luigi Pintor y compañeros no saben llegar: no es al Estado social al que no quieren renunciar, sino . al estado de gracia de sentirse protagonistas de una gran mi sión redentora, misión a la que han dedicado la vida. Es la re nuncia a esta escatología de lo que acusan a D'Alema. Y es por esto por lo que llueven los anatemas, las sospechas, las acusaciones de traición- parte de la izquierda italiana no está discutiendo sobre los cambios de la economía, sino sobre los de la fe.
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