El neoliberalismo y la falacia del Estado mínimo
Caben, en teoría, dos grandes tipos de respuestas o soluciones a la crisis del, Estado de bienestar. La primera sería el reforzamiento y la mejora del estado de los servicios. La segunda, la disminución forzada de las demandas y necesidades sociales de los ciudadanos. A tenor de los datos de los últimos años, y como consecuencia del auge generalizado del neoconservadurismo, queda claro que la gran mayoría de los Gobiernos de los países desarrollados han optado, con mayor o menor intensidad, por la segunda solución. Se trata de una alternativa que tiene como objetivo el debilitamiento, cuando no el desmantelamiento puro y simple, de los logros sociales conseguidos en los años precedentes.Dejando al margen pequeños matices diferenciales entre dos versiones, una conservadora tradicional y otra más ultraliberal, los defensores del desmantelamiento del Estado de bienestar defienden sus posiciones basándose en dos razones fundamentales. La primera de ellas, de orden económico, insiste en los problemas de sobrecarga producidos en la demanda económica. La segunda, de orden político, radicaría en los factores de ingobernabilidad que se derivan de esa sobrecarga impuesta al Estado. La solución consiste, por tanto, en "descargar" al Estado de esa pesada carga que le impide funcionar. De ahí la necesidad de desregular y liberalizar ciertas funciones que hasta ahora habían sido asumidas por el mismo. Una liberalización que afectaría no sólo a determinadas actividades económicas, sino también, y sobre todo, a la política de bienestar social (sanidad, empleo, pensiones, etcétera).
De acuerdo con estas tesis, el adelgazamiento y el consiguiente trasvase de la actividad económica del Estado hacia sectores privados provocaría lo que podríamos denominar como el "síndrome del cuento de la lechera". Se iniciaría un repunte de la economía, ello daría lugar a un mayor crecimiento, este mayor crecimiento facilitaría la reducción del desempleo, la reducción del desempleo mejoraría los niveles de bienestar de los ciudadanos, este nivel de bienestar haría aumentar el consumo, etcétera. Como señalaba el señor Rato el pasado 22 de febrero al presentar el Plan de Liberalización y de Impulso de la Actividad Económica aprobado por el Gobierno, ésta es no sólo "la única respuesta Posible a la convergencia europea", sino que además constituye la única forma de "conseguir una economía más eficiente y con mayor capacidad para crear empleo".
Subrayo la palabra única porque es éste el término mágico que, de forma más machacona, se nos viene repitiendo en los últimos tiempos. Si ya de por sí resulta' problemático que se nos haga comulgar con la idea de la existencia de un pensamiento único, mucho más grave me parece la tremenda dosis de determinismo que acompaña a esta idea, hasta el punto de considerarla como algo absolutamente inevitable. Así, la presente era del pensamiento único resultaría tan ajena - a la voluntad humana como lo fueron en su día el periodo de glaciación o el mismísimo Big Bang del universo.
Nada más lejos de la realidad. Los actuales procesos de liberalización están siendo impulsados fundamentalmente por determinadas instituciones económicas y financieras internacionales, tales como el Banco Mundial, el FMI, el GATT o la OCDE, a nivel global; las instituciones comunitarias a nivel europeo, y Gobiernos con ideologías e intereses muy concretos en el ámbito de los diversos Estados. Que yo sepa, ninguna de estas instituciones es neutral.
Además, y salvando el caso de los Gobiernos de los diversos Estados, prácticamente ninguna de las instituciones supranacionales citadas sería capaz de superar el examen del umbral mínimo democrático exigido a cualquier institución pública que, teóricamente, vela por los intereses de los ciudadanos. En efecto, ni sus miembros han sido elegidos por los ciudadanos ni su actuación se halla sometida a un control mínimo por parte de las instituciones democráticas. A ello debe añadirse que la toma de ciertas decisiones de índole económica o tecnológica exige unos conocimientos que sólo pueden ser aportados mediante un entrenamiento y capacitación técnica de cuadros de los que sólo disponen esas instituciones.
Pues bien, la especialización técnica de estos organismos, por un lado, y la falta de control de muchas de sus actividades, por el otro, han traído como consecuencia el asentamiento de una idea muy clara: o ellos o el caos. Según estos organismos, la economía tiene sus propias reglas, las cosas son como son y, por tanto, no existe alternativa alguna posible a las medidas y políticas por ellos adoptadas. El resultado de todo ello es bien evidente: ajuste duro, precarización del empleo, etcétera.
Vacunado como está uno contra toda clase de determinismos, sean éstos económicos o tecnológicos, marxistas o capitalistas, está claro que lo que se esconde detrás de esa presunta alternativa única no son criterios científicos, sino intereses político-económicos. Detrás de esta aparente racionalidad científica se esconden objetivos inconfesables. Basta con ver los efectos que está provocando la política de los actuales adalides del neoliberalismo: concentración de la riqueza en manos de unos pocos, expansión creciente de la precarización del empleo, aumento o, cuando menos, no disminución del paro, marginación o exclusión social, expulsión de los emigrantes, una desigualdad cada vez mayor en la distribución de la renta, etcétera. Resulta ciertamente difícil admitir como válida una política que está generando un mundo crecientemente ingobernable, en el que los ciudadanos, no ya de los países tercermundistas, sino incluso del mundo desarrollado, están siendo cada vez más pobres.
Se me alegará que la situación que acabo de exponer es pura mente coyuntural. Que es necesario apretarse el cinturón para poder superar la crisis. Que hay que sacrificarse en beneficio de los demás. Se trata de un argumento falaz que me recuerda, inevitablemente, la famosa máxima de si vi spacem, para bellum. Al igual que la paz no se logra con la guerra, tampoco la justicia se logra con mayores injusticias y mayor desigualdad.
Quisiera que alguien fuera capaz de explicarme cómo es posible que un mayor desarrollo tecnológico, un mayor crecimiento económico, genere en términos absolutos una mayor pobreza. Si todos resultamos perdedores, lo lógico hubiera sido mantenernos como estábamos. El problema, que se nos trata cuidadosamente de ocultar, es que no todos son perdedores. Dentro de esa inmensa mayoría, cada vez más extensa, de perdedores hay algunos ganadores. Unos, ganadores que nunca fueron tan pocos ni al mismo tiempo ganaron tanto como lo están haciendo en estos momentos. Son las grandes empresas transnacionales, el capital financiero y especulativo; en definitiva, los nuevos señores del mundo. Son ellos quienes, en connivencia con las instituciones económicas internacionales, han extendido la especie de que no existe alternativa a la situación actual.
Volviendo al argumento inicial, resulta falaz la idea de que la reducción del Estado a su ex presión mínima constituye una necesidad derivada de las exigencias económicas. Lo que subyace en la defensa del Estado mínimo no son, al menos en lo fundamental, razones de racionalidad económica, sino factores de poder y dominio. Un Estado fuerte -utilizo el término Estado en el sentido de un poder político democrático fuerte, sea cual sea la forma institucional que adopte- constituye una traba, un obstáculo fundamental para el desarrollo de las grandes corporaciones financieras y económicas. Lo ideal para estas corporaciones sería la desaparición lisa y llana del Estado, del poder político. Sin embargo, no resulta conveniente para sus intereses. Estas organizaciones necesitan de un paraguas legitimador que otorgue a su actividad un barniz formalmente público, una apariencia de legitimidad pública, y esa legitimidad se la otorga el Estado.
La presencia del Estado resulta consustancial al neoliberalismo, ya que ejerce una función crucial como inductor y sostenedor de sus intereses desde una posición de relativa autonomía. La solución consiste, por tanto, en disponer de un Estado, pero, eso sí, de un Estado mínimo que, en expresión de Robert Nozick, uno de los grandes gurus del neoliberalismo, quede "limitado a las estrictas funciones de protección contra la fuerza, el robo, el fraude, el incumplimiento de los contratos, etcétera ( ... ). Cualquier otro Estado más extenso violará los derechos de las personas y resulta injustificado".
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