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Entre el fútbol y Karl Popper

Las proclamaciones del Gobierno pretendiendo declarar el fútbol de interés general obligan, nos guste o no, y a mí no me gusta, a remontarse a los tiempos en que Fernando VII creó una escuela de tauromaquia atendiendo también, se supone, al interés general. Lejos están los tiempos -era septiembre de 1996- en que el vicepresidente del Gobierno invocaba a Borges y su visión del universo "bajo la especie de una biblioteca". O aquello era mera retórica, y no tengo razones para pensarlo así, o era una afirmación que los acontecimientos se han llevado por delante hasta reducirla a una más o menos elegante ironía.Ni el fútbol, ni los toros, pese al sobado epíteto de fiesta nacional, ni ningún evento deportivo, incluidas las Olimpiadas -que en la edad contemporánea están lejos de cumplir la función de tregua que tenían en la Grecia clásica-, pueden ser considerados de interés general. En esta rúbrica entran, como se ha repetido estos días hasta la saciedad, el orden público, la educación, la sanidad y otros bienes primarios. De hecho, y si la memoria no me traiciona, o la leyenda no es infiel, la edición dominical televisiva de los partidos de fútbol se debió de modo determinante al deseo del general Franco de aliviar sus, al parecer, tediosas tardes de domingo con la contemplación en directo de los encuentros.

Las declaraciones del Gobierno de Aznar resultan sorprendentemente insólitas y revelan un agobiante déficit de imaginación, cuando el fondo de la cuestión es otro, de signo empresarial, con el Gobierno estatuido en empresa beligerante, que ha decidido participar en la lucha por la hegemonía de la televisión digital: notable resolución que puebla de sombras el discurso neoliberal de nuestros gobernantes, que llegaron al poder -o. eso decían- bien nutridos de los Popper, Friedman, Hayek, Dahrendorf y de más deidades del pensamiento único, como acreditan a mayor abundamiento ciertas publicaciones del partido en el poder.

La verdad es que la parábola que va de Popper al fútbol de competiciones tan enorme que se necesitaría el genio es perpéntico de Valle-Inclán para interpretar lo sucedido en inevitable clave grotesca. Cierto es que se invocan otros principios neos, como la garantía de la libre competencia, pero esos principios neos huelen a coartada resabiada y urdida a posteriori. Desde luego, uno no se imagina a Popper, personalidad discutible pero, absolutamente respetable, preocupado por los descodificadores del tipo A o del tipo, B. Se dirá que esto último es caricatura y sólo caricatura, pero un aire inequívoco de caricatura tienen muchos de los gestos o palabras que hemos visto y oído en los últimos días.

Lo que sucede es que, aunque entre los neoliberales haya personalidades admirables -valga como ejemplo el magnífico Mario Vargas Llosa-, el neoliberalismo práctico -o pragmático- suele presentar contradicciones insalvables por la muy simple razón de que no existe en estado químicamente puro y muy a menudo funciona como coartada de intereses difícilmente confesables. Hay un relato de Carlos Fuentes, titulado La pena, incluido en su libro La frontera de cristal, que me parece que describe a la perfección lo que acabo de señalar. En ese texto se asiste a un diálogo sobre el liberalismo reaganiano entre dos amigos que concluye, ante la evidencia de su clientelismo intervencionista, con las siguientes palabras: "Son unos cínicos. Quieren la libertad de empresa para todo, menos para armar ejércitos y salvar a financieros pillos".

Descartado el tono y la contundencia expresiva, será difícil resistirse a la verdad que encierra el término cinismo. Por supuesto que aquí no hay ejércitos ni, se supone, financieros pillos: aquí sólo hay amiguetes, simples amiguetes, y ya es bastante. De siempre se han cocido estas habas, desde luego, y se seguirán cociendo, pero para tal cocción no hacían falta mejunjes tan elaborados como los de Popper, Hayek y tutti quanti, ni hacía falta tampoco, desde luego, la invocación al interés general.

Que el Aquinate -que a algunos de nuestros gobernantes actuales debiera resultarles próximo- llamaba "el bien común", -una expresión ésta demasiado fuerte para ser empleada en esta situación, a pesar de las concordancias eclesiales. Sobre todo teniendo en cuenta que la cosa dominical televisiva y futbolera comenzó, parece ser, junto a la lucecita patriótica de El Pardo.

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