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Amigos políticos

"El jefe del Gobierno, en política, no tiene amigos ni los quiere", dijo Azaña en uno de sus más vibrantes discursos. Así le fue, responderá tal vez alguien con razón, aunque la verdad es que no le fue tan mal en política. Sin amigos, ministro de la Guerra; sin amigos, presidente del Gobierno; sin amigos, y contra lo que presumía Alcalá Zamora, crecido en la oposición hasta el punto de que consiguió arrebatarle la presidencia de la República. En aquella España, un tipo como Azaña podía abrirse paso hasta la cima sin contar con una red de amigos políticos. Si cayó de las alturas no fue porque no tuviera amigos, sino porque sus enemigos, además de formidables, no se anduvieron por las ramas: mataron a mansalva.La República, tal como la pretendía Azaña y unos pocos como él, venía precisamente a erradicar la amistad como razón última de la política. Se era político porque se tenía un ideario, un programa, algo que proponer desde el Estado. Había que acabar con las arraigadas costumbres de la clase política de la Restauración, liberal, desde luego, pero incapaz de pensar en términos que no fueran los de satisfacer a un enjambre de clientes zumbando en tomo a patronos que concedían cargos y prebendas a cambio de votos y obediencia. Se suponía que la República barrería lo que Costa, con expresión más eficaz que certera, llamó oligarquía y caciquismo; lo que Ortega denominó vieja política, modalidad típicamente española de clientelismo político.

El experimento duró poco y lo fundamental de la vieja política, depurada de su carga liberal, retornó pujante con Franco y sus secuaces: el Estado era para aquellos predadores como un botín que se rifaba en partidas de caza. Las cosas han cambiado desde entonces, pero no tanto que luzca, sobre la concepción parasitaria del Estado, su función de neutral administrador del presupuesto público. Cierto, los carteros son ya inamovibles y Romanones no podría colocar al sobrino de la criada de su primo a repartir el correo en Madrid. Pero el Estado español y sus aledaños han crecido una barbaridad en los últimos tiempos y hay mucho donde vendimiar cada vez que una nueva hornada de políticos llega al poder.En España, son removibles todavía, arrastrados por los cambios de gobierno, los directivos y hasta los presentado res de televisión; un buen puñado de presidentes y altos ejecutivos de empresas públicas y no tan públicas; los directores, algunos empleados y un regular lote de artistas de la tupida red de organismos asistenciales, sanitarios, comerciales, culturales, recreativos, que constituyen la prez y el ornato del gobierno central, de los gobiernos autónomos y de los municipios. Las arcas del Estado guardan ahora un paño de incomparable mejor calidad que en los tiempos de los grandes caciques; los gobiernos distribuyen, no las migajas del banquete sino los primeros puestos para trinchar el mejor bocado. Nuestra clase política ha concebido al Estado como un cuerno de la abundancia reservado a quienes hayan dado muestras de acendrada amistad.

La larga mano del gobierno penetra así capilarmente en la sociedad hasta situar en posiciones de poder a sus parciales y garantizar la debida obediencia al mando. Una sociedad civil es tanto más sólida cuantos menos sean los cambios inducidos desde el gobierno en el funcionamiento de sus instituciones. Para que eso ocurra, el profesional debe ser tenido en superior estima que el amigo. En la política española, sin embargo, la amistad sigue primando sobre la profesionalidad. Tan así, que al mismísimo presidente del Gobierno no le inquieta nada destrozar el valor de su propia palabra y nombrar, contra su firme y público compromiso, director general del Ente a un amigo político. A lo mejor resulta que el agraciado es un buen gestor, pero eso en realidad no importa; lo que importa es que vaya a allí a hacer lo que se le mande. Para eso tiene el jefe de Gobierno amigos en política.

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