Menuda ganga
Restos de una explotación evocan la fiebre del oro que revolucionó Bustarviejo en el siglo XVIII
, Cuentan las crónicas que, en el año 1774, don Casimiro Gómez Ortega, primer catedrático de Botánica de la corte, vino a Bustarviejo a estudiar el agua de sus fuentes, y que a media legua del pueblo, en el lecho del arroyo que nace arropado entre las faldas del cerro Bustar y Cabeza de la Braña, halláronse partículas de metales preciosos, "así como de jaspe, con vetas afiligranadas que pudieran ser plata u oro"."¡Tos pal norte!" fue el lema que -prefigurando el mítico "Go West!" de la aurífera California- cundió en los círculos mineros de Madrid, y allá que se fueron tos, con los zahoríes por delante, dispuestos a arrancarles sus tesoros a las entrañas de la sierra.
"En todo esto", escribiría un siglo más tarde el geólogo don Casiano de Prado, "se obraba con la mayor ceguedad y desconcierto, y sin la cooperación de ingenieros o con ingenieros no siempre suficientemente hábiles, y desoyendo los consejos más competentes". Quiere decirse que la explotación de Bustarviejo -como la de muchos otros filones que fueron descubiertos en estas montañas hasta bien entrada la pasada centuria- fue una merienda de negros, y después de abrir varios pozos en el arduo granito y aun de construir "una fábrica de fundición que costó 30.000 duros y que desde que se concluyó permanece cerrada", no produjo ni media onza de plata. "Pero eso ha sucedido siempre", dictaminaba lacónico don Casiano, que a la sazón era inspector general de Minas. Pese a ser un fiasco morrocotudo, la mina de Bustarviejo legó a las generaciones venideras -o sea, a nosotros- algo más que escoria. Nos ha legado un par de evocadores topónimos: cuesta de la Plata, arroyo de la Mina... Y una torre circular, también llamada de la Mina, sobre la que los expertos no se ponen de acuerdo: los hay, como Francisco Baonza, que le atribuyen un origen árabe, emparentándola con las atalayas moras del Jarama (El Vellón, Venturada, Arrebatacapas y El Berrueco), y los hay, como Fernando Sáez Lara, que la dan por contemporánea de la explotación, donde acaso sirviera como molino de viento para pulverizar el jaspe de marras. Por si las moscas, el Gobierno la declaró en 1983 monumento histórico-artístico, que a nada compromete y es gratis.
Sea lo que fuese, la torre de la Mina se alza en la ladera de un promontorio que señorea sobre los valles y los caseríos de Bustarviejo y Miraflores, rodeado de altas cumbres, dulces regatos y amenas, praderías, y éstos son los tesoros que codicia el excursionista, que a gustos humildes, la verdad, no le gana ni una vaca.
A un kilómetro de Bustarviejo, en dirección a Miraflores, se halla junto a la carretera la fuente del Collado, donde el caminante comienza su andadura. Monte arriba, a tiro de piedra del asfalto, discurre por la linde del pinar una pista señalizada con trazos de pintura roja y blanca (sendero GR-10) que el excursionista sigue hacia la izquierda hasta llegar a la primera bifurcación, en la que opta por el ramal ascendente. Aquí principia la cuesta de la Plata, una enfadosa rampa de cantos rodados que, faldeando el cerro Bustar, conduce en cosa de media hora hasta la torre de la Mina. Los cabreros que trepan con su hato por el arroyo de la Mina recuerdan cómo no hace mucho se personaron aquí unos ingenieros con sus teodolitos y, después de andar trasteando todo el verano de un pozo para otro, se largaron dejando el barranco lleno de tolvas, compresores y una caseta con tejado de uralita que ahora utilizan ellos como aprisco "Decían que les habían dado una subvención de 12 millones, pero que sólo pensaban gastarse dos... ".
Recostado al tímido sol hibernizo en la torre desmochada, el excursionista se olvida del vil metal y deja correr la mirada por la cima nevada de la Najarra (a poniente), la cresta granítica de Cabeza Arcón (a mediodía) y la cola del embalse de Pedrezuela, donde, a jugar por su resplandor, está toda la plata del arroyo de la Mina.
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