Buenos chicos
Ni me va ni me viene el fútbol, o al menos siempre había sido así desde el principio de los tiempos míos. Con decir que vivo hace siete lustros a un paso del Bernabéu y que nunca me acometió la tentación de asomarme... A pesar de lo cual, como madrileño de múltiples generaciones, "voy" con los equipos de mi pueblo, y si "voy" un poquitín más con el de la ribera del Manzanares es porque cuando tenía 11 años asistí al único encuentro de Liga que jamás he presenciado. Jugaba en su campo el entonces Athletic de Aviación, y ganó. Bueno, por razones socioeconómicas puede que también me sienta más cerca del público atlético (mi hente, que se dice ahora). Todo lo cual no quiere decir que odie al Real Madrid no tontuna semejante: si gana, me alegro; si pierde, lo siento.¡Ah!, antes de continuar, ruego al señor editor que no arroje estas líneas a la papelera: ni pretendo hacerme comentarista de fútbol a estas alturas ni me he equivocado de columna. Lo que sucede es que ahora sí que me interesa el fútbol en cuanto al efecto que produce sobre las personas, y de eso quiero hablar.
Verán, es que no lo entiendo muy bien: en mis remotos tiempos bilbaínos resultaba muy fácil comprender la pasión del viejo Bocho hacia los leones de San Mamés, extraídos esquirla a esquirla de la cantera local. Hoy en día se me hace más complejo interpretar socialmente lo que significa un público gallego jaleando al equipo que representa su ciudad y estirpe... ¡y que se ha vuelto negro! Me refiero al Depor, claro está, que tanto admiré de lejos el año pasado, o puede que fuera el antepasado, y lo que digo no posee la menor connotación racista. Es sólo eso, que me resulta extraño. Más aún debe serlo para quienes contemplan las emisiones exteriores de TVE, etcétera. Sin duda se preguntan con asombro cómo y cuándo la raza galaica cambió de color.
Tampoco me da la inteligencia para comprender el feroz fanatismo futbolístico que va infiltrándose cada vez con más fuerza en el tejido social español sin reparar en grupos cronológicos. Provectos próceres, desmelenados los domingos por un gol de más o un gol de menos. Honrados padres de familia con el rostro desfigurado por el odio. Jóvenes bárbaros abocados a la violencia. Niños de 8 a 12 años sacudidos por la inquina. Y si todos me inspiran lástima, el futuro de estos niños me angustia. He tratado a veces de razonar con ellos: "Bueno, tú eres de aquí y vas con el Madrid. Es lógico. Pero no me dirás que Ronaldo juega mal. ¿Te acuerdas del día que metió tres goles, no sé dónde?". Tuercen el gesto, resoplan, no admiten que "el enemigo" posea mérito alguno. Resulta fácil vaticinar que, si las actuales tendencias se mantienen, estos chavalitos crecerán para convertirse en letales jovenzuelos de 16, 17, 18 años. ¡España (si aún resiste para entonces) a sangre y fuego por el fútbol! En medio del fragor de esta batalla inane me pondría a llorar por los rincones si no me consolara el hecho de que algunos personajes del todopoderoso balompié están ofreciendo, por contra, un hermoso ejemplo de sentido común y sencillez. Ellos se llaman Raúl y Ronaldo, o Ronaldo y Raúl, atracción máxima de la fiesta futbolística por su juventud, maestría, éxito, inspiración o idiosincrasia. Y yo he venido observando estos días atrás que existe en los medios un enorme interés en contraponerlos, un claro intento de enzarzarlos para alimentar el morbo y el lucro consiguiente. Las teles nos muestran la cara que pone el uno mientras marca el otro, y luego vienen las preguntas malévolas: "¿Eres el mejor? ¿No te parece que tienes un agravio comparativo con tu fichaje?". Y así sucesivamente. Ellos, con enorme paciencia, una y otra vez, responden que no, no se odian, que sólo quieren que gane su equipo, etcétera. Y luego, en el terreno de juego, dan la talla como jugadores y como personas. No se han vuelto imbéciles ni prepotentes a pesar de la fama y los millones, y yo pienso que pertenecen a la estirpe de Induráin, a la que parece apuntarse ya Carles Moyá.
Son, en otras palabras, buenos chicos, un ejemplo óptimo para esos niños españoles cuyo porvenir me angustia... y para sus abuelitos.
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