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Tribuna
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La política como enemistad

Hay cuando menos, dos concepciones de la política. Yo creo que consiste en la recta administración de las cosas, lo que sin duda requiere ideas a que atenerse, el instrumento del poder y, en consecuencia, una buena dosis de conflicto, pero a sabiendas de que el conflicto no es de suyo deseable y que cuanto menor sea y más espacio deje al servicio, mejor. Hay también quien considera que el poder es la finalidad y el conflicto un instrumento permanente y omnipresente e incluso que, cuando la pasión de mandar lo invade todo, es preciso buscar el conflicto para demostrar quién manda. De ahí, que este tipo de política se defina siempre contra alguien y que la referencia no sean ya ni las propias ideas, ni siquiera la comunidad a la que servir, sino el absoluto contrario. Por eso el enemigo anterior, interior y exterior es, a la vez, obsesión y justificación de quienes practican esta concepción existencial de la política, muy frecuente, por cierto, en España, ayer y hoy.Una de las más paradójicas consecuencias de actitudes como la descrita es que engendra verdaderos adversarios por doquier y magnifica las dificultades reales de algo de suyo tan arduo como el gobernar. Baste, por ejemplo, pensar en lo que sería el panorama actual de nuestro país si el Gobierno se limitase a explotar sus mejores cartas reales y a invertir sus energías en abordar los problemas, no menos reales, a los que debe enfrentarse. Podría, por ejemplo, insistir más en la buena marcha de la economía o en las mejoras sanitarias o en la paz social, contra tantos agoreros conseguida y mantenida, o en el éxito de las privatizaciones. Podría y, a mi juicio, debería capitalizar más, y desde luego mejor, los resultados conseguidos por los ministros Rato o Arenas o Romay y, hasta si se me apura, alardear de la fortuna cierta que una buena climatología supone. Y más le convendría ganarse alianzas y complicidades para abordar cuestiones tan difíciles como la inevitable reforma laboral o los futuros ajustes presupuestarios, por no hablar de otros igualmente graves aun que menos apremiantes. Alianzas y complicidades eficaces que no son sólo las políticas y concretas, sino, también, las sociales y difusas.

Pero, ¿quién para mientes en la mejoría de las macrocifras, que poco a poco empiezan a llegar al hombre de la calle, o a la fluida relación con los sindicatos, que tantos temores ahuyenta, ante las tempestuosas noticias que nos sorprenden cada mañana? Un día son los famosos 200.000 millones -versión, peligrosamente aumentada, de las, ya olvidadas, auditorías de infarto- y otro los desmanes de la guerra digital. Los buenos resultados y las dificultades reales se ocultan así ante la emergencia, siempre amenazadora, del enemigo anterior y del enemigo interior, que, a base de ser invocados todos los días, terminan, como los fantasmas, tomando cuerpo. Y lo más curioso es que, si en los manuales tales remedios se preconizan para ocultar las malas noticias y distraer la opinión, aquí sirven para ocultar a la opinión los espacios más alentadores de la realidad.

Otro día surge el problema exterior, que, en lugar de integrar, uniendo y alentando, como de la política exterior puede esperarse, divide y frustra. Baste pensar en los disgustos cubanos o en el inevitable mal resultado de hacer propuestas sobre Gibraltar tres meses antes de las más que difíciles elecciones británicas.

Pero lo que riza el rizo es la habilidad para convertir en amenaza exterior las propias ilusiones políticas. Así ocurre cuando se hace de una meta legítima y aún deseable el único y determinante objetivo. Tal es el caso del ingreso en la Unión Monetaria en 1999, algo que ni en la fecha ni en el contenido depende sólo de España ni de sus esfuerzos ni de sus resultados y que requeriría, cuando menos, alternativas para que una eventual frustración por causas ajenas a nuestro país no ensombreciese los buenos resultados del trabajo realizado. La meta se torna, así, enemigo objetivo y anónimo.

En bien de todos, más nos valdría que el Gobierno no sólo lo hiciera mejor, sino que explotara mejor lo que hace. Y para eso es preciso no hablar de tranquilidad, sino estar más tranquilo. Poner más razón en la obra y menos pasión en el obrar.

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