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Tribuna:LA IZQUIERDA Y EL MERCADO
Tribuna
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Los liberales y la igualdad

Augusto Klappenbach hace en su artículo Las dos morales (véase EL PAÍS del 14 de enero de 1997) un resumen cuidadoso y nada "traidor" de las posiciones que yo defendía en La izquierda y la escala (EL PAÍS, 31 de diciembre de 1996), y esto es lo primero que tengo que agradecerle. Mantengo, en efecto, que soluciones institucionales que resultan operativas en comunidades de pequeña dimensión (intercambio "económico" basado en la solidaridad, participación política directa, etcétera) pueden dejar de serlo cuando la escala social se amplía significativamente. Decía también que en el momento en que la gente que reflexiona desde la izquierda abandona las críticas al orden institucional existente y se anima a hacer propuestas alternativas concretas, estas propuestas acusan muy a menudo una tendencia a violar las constricciones de escala, es decir, sugieren cambios institucionales que presuponen inadvertidamente una muy improbable vuelta a la microcomunidad.Un ejemplo de esta tendencia lo encontramos en la consabida crítica antiliberal al mercado competitivo, que Klappenbach hace suya con entusiasmo y elocuencia. Digamos para empezar que los efluvios de la moral cálida ancestral fundada en el altruismo se han conservado -dentro del marco de nuestras civilizaciones- en los círculos más estrechos de relación (familiares, amigos, etcétera), e incluso, pero ya con más dificultades, en estructuras intermediarias (asociaciones de vecinos, ateneos culturales, cofradías gastronómicas, etcétera). Pero si tomamos la temperatura a nuestras disposiciones morales cuando nos movemos hacia esferas de relación más amplias, en el trato con desconocidos y con personas que ocupan efímeramente nuestro radio de atención, comprobaremos que esas disposiciones morales se enfrían inexorablemente. Hay un gradiente de altruismo según el cual nuestra inclinación a atender solidariamente las necesidades y deseos de nuestros semejantes decae sin remedio y sin parar a medida que dilatamos el círculo de nuestros contactos. Por la razón que sea, no estamos hechos para el altruismo indiscriminado o insensible a la escala. Si fuéramos de verdad altruistas indiscriminados, la extensión del tamaño de nuestras sociedades no alteraría las cosas sustancialmente y podríamos seguir confiando en la solidaridad y el altruismo como resortes que nos impulsaran a atender las necesidades y deseos de aquellos a -quienes apenas conocemos.

Aceptado que nuestra condición moral no es tan magnífica, sólo cabe esperar de la solidaridad una efectividad continuada en grupos humanos de reducido tamaño. En condiciones de civilización, la solidaridad no basta (lo cual no es lo mismo que decir que esté de más); en este marco extenso, los deseos y apetencias de las personas son transmitidos a través del sistema de señales del mercado y se manifiestan en incrementos en la demanda de bienes y servicios concretos que, ceteris paribus, provocarán el aumento del precio de éstos. Si este incremento persiste lo suficiente en el tiempo, actuará como incentivo que alentará a otros individuos a destinar los recursos que poseen a la producción de esos bienes y servicios que reclaman seres humanos desconocidos para ellos.

En los órdenes sociales extensos es la búsqueda de beneficios, y no la solidaridad, el principal acicate que nos mueve a atender impremeditadamente los gustos y carencias de los demás. El rechazo del mercado en una civilización extensa -obsesión favorita de los antiliberales- sólo parece que se pueda hacer en nombre de la añoranza por la vieja solidaridad tribal o bien para proponer que sea el Estado el organismo de coordinación económica que sustituya al mercado. No sé, sinceramente, a cuál de estas dos posturas se apunta KIappenbach. Si se trata de la primera, es completamente cierto que la solidaridad (privada u organizada no estatalmente) funciona mejor que el mercado en ciertos contextos muy específicos (la donación de sangre es uno de los mejores ejemplos), pero no tiene caso plantearla seriamente como solución general al problema de concertar la actividad económica en un orden extenso. Si en lo que piensa Klappenbach es en la superioridad del Estado como agencia de coordinación económica (cosa que sinceramente no le deseo que piense), habría que decir que los estridentes y reiterados fracasos del socialismo real han hundido en el más absoluto descrédito esa idea.

Afirmar todo esto es compatible, desde luego, con admitir que el mercado tiene fallos en su funcionamiento (monopolios, externalidades, etcétera). Los economistas nos han ilustrado convincentemente acerca de estos fallos, y no es mi propósito ignorar o amortiguar su importancia. Pero la equivocación que muchos cometen es adoptar, ante la evidencia de los fallos de mercado, una actitud que bautizaré como popperiana: si el mercado tiene fallos hay que abandonarlo de inmediato y sin evasivas como mecanismo de coordinación. Esta actitud, más que proclamada como tal, queda insistentemente sugerida en muchos casos. Un maximalismo así está fuera de lugar; más sensato parece en este punto un talante kuhniano (o mejor aún lakatosiano): el mercado tiene fallos, no cabe duda, pero habrá que seguir haciendo uso de él hasta tanto demos con un mecanismo alternativo que lo haga tan bien como el mercado allí donde el mercado lo hace bien, y que, además, triunfe allí donde el mercado fracasa.

Con esto llegamos a otro punto sensible en la diatriba antimercado de Klappenbach. Tan seguro e inevitable como el movimiento de los astros es que en una disputa entre un antiliberal y un simpatizante del liberalismo el primero acabará poniendo sobre la mesa antes o después a los pobres del mundo, al tiempo que espeta al otro una mirada reprobadora cuyo contenido aproximado es éste: "¿Ves? A esto es a lo que conduce la tan cacareada competencia. Vuestra es la responsabilidad por la polarización creciente del mundo en pobres y ricos". Klappenbach no se priva de esto en su artículo, pero afortunadamente sus buenos modales le apartan de la antipática perentoriedad con que, además, muchos antiliberales reclaman credenciales de decencia moral a los partidarios del mercado, asumiendo de paso, y sin titubeos, el monopolio de esa decencia moral. Forma ya parte, por desgracia, del imaginario colectivo la figura turbia del liberal refocilándose innoblemente ante el espectáculo abrumador de la desigualdad entre los seres humanos, o convertido en vocero inconfesable de los intereses de los privilegiados.

Bien sabe uno que cualquier cosa que diga no podrá nunca competir con el poder de estas imágenes hincadas en el inconsciente colectivo, pero aun a trueque de este desaliento anticipado me gustaría dejar claro de una vez por todas que los liberales y aquellos que simpatizamos con el liberalismo estamos tan a favor de la promoción de una mayor igualdad económica y, sobre todo, de la redención de la pobreza de buena parte de la humanidad como pueda estarlo el más intransigente devoto del socialismo. Lo que sucede es que desde el liberalismo y sus aledaños se contempla la igualdad de un modo que no coincide con el habitual entre la izquierda. En un orden social extenso (y subrayo esto) una mayor igualdad económica no es para un liberal un objetivo que se pueda alcanzar directamente mediante el diseño de instituciones para ese propósito (como un Estado fuertemente redistribuidor). Ésta es la forma en que socialistas o comunistas nos han acostumbrado a contemplar la igualdad y nos puede haber llegado a parecer que es la única. Pero para un liberal el valor de la igualdad -al que él también se adscribe- se comporta más bien como un subproducto, es decir, como un estado de cosas que se alcanza mejor cuando no nos proponemos obtenerlo directamente, sino en realidad como resultado colateral de la consecución de otros valores.

Los regímenes políticos que han tratado de lograr la igualdad económica por derecho y a las bravas no sólo han fracasado, sino que han sacrificado en el camino las libertades individuales y otros valores civilizatorios indeclinables. Se hace seguramente más por la causa de la igualdad fomentando la competencia, la libertad de iniciativa económica y la ejecución limpia de los contratos que a través de políticas directamente redistributivas, que acaso no consigan otra cosa que espolear inadvertidamente los clientelismos y la corrupción. Mis simpatías por el liberalismo no me impiden ver, sin embargo, la pertinencia moral de algunas de esas políticas redistributivas en punto a corregir desigualdades arbitrarias en el reparto inicial de oportunidades y recursos (talentos naturales y privilegios de cuna ante todo) entre los miembros de una misma sociedad; pero en cualquier caso estas medidas rectificadoras de la distribución de mercado no deberían nunca robar a éste su protagonismo si se desea que la sociedad siga siendo libre y próspera.

Juan Antonio Rivera es catedrático de Filosofía.

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