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Intelecto y política en el País Vasco

Exige Ardanza que ningún tema sea considerado tabú en la Mesa de Ajuria Enea (mueble que en el País Vasco sustituye al Parlamento tradicional de otros países). Aunque todos sabemos que el tabú en cuestión no es precisamente la eutanasia o los planes hidráulicos, y que el principio de discutirlo todo es excelente y digno de aplauso (una democracia no debería admitir otro tabú que la libertad y los principios democráticos mismos), cabe preguntarse por qué el mismo Ardanza ha convertido en tabú las modestas y elementales peticiones de 22 intelectuales que se limitaron a expresar una opinión clamorosa: que sin derechos individuales no hay democracia que valga, y que esos derechos peligran en el País Vasco, incluso para los nacionalistas pacíficos (caso de los concejales y alcalde de EA en Oyarzun y Hernani). Lo que realmente deberían preguntarse todos los políticos es por qué tantos universitarios, artistas y escritores vascos se han convertido contra su voluntad en una especie de conciencia de Pinocho y deben dedicar tanto tiempo y esfuerzo a reiterar evidencias en vez de trabajar en sus cosas. Sencillamente, porque los políticos no hacen lo que deben o lo hacen mal.La despectiva intromisión de Arzalluz en la ya famosa misiva de los intelectuales vascos -que no iba dirigida a él ni a su partido- no sólo retrata su prepotencia y muestra quién manda aquí, devaluando la figura del lehendakari, sino que ilustra algunas claves de la situación vasca eclipsadas por la excesiva y redundante información sobre los dimes y diretes de partidos e instituciones, tema que, con la violencia radical, absorbe casi todas las noticias del País Vasco. Una de estas claves es el papel de conciencia política que la intelectualidad vasca se ha visto obligada a jugar -y por cierto, quizás demasiado tarde-. Papel que prácticamente se limita a recordar obviedades como que sólo es posible dialogar con quien no te quiere matar, o que todo sistema político requiere de un consenso mínimo que no se puede cuestionar por oportunismo cada dos por tres, que pacificar no es culpar a las víctimas y comprender a los verdugos, que los ciudadanos corrientes no deben sustituir a una policía que no está sólo para multar camioneros. Sólo esta urgencia explica que la célebre carta haya sido firmada por anticlericales y jesuitas, por nacionalistas moderados y antinacionalistas, por asiduos de Lagun y de otras librerías, unidos todos por su condición de pacientes vascos de nuestros tristes genios políticos.

Si el PNV ha contestado la carta como lo ha hecho es porque sabe y teme, aunque no los admita, los efectos de las iniciativas intelectuales sobre su electorado potencial y en la opinión pública. No es un asunto de imagen, sino de legitimación. No hay muchas sociedades donde la mayor parte de la intelectualidad reconocida repruebe tanto como en la vasca una política que dice defender valores y vindicaciones supuestamente culturales: de ahí la demagógica, desvergonzada y estúpida insinuación sobre la enemistad hacia el euskara de los firmantes, realizada por burukides que, como mucho, chapurrean en lengua vasca para saludar a la hinchada y luego mitinean en castellano. Si el nacionalismo busca legitimarse defendiendo una supuesta identidad cultural vasca, mal lo tiene cuando sus críticos más duros son precisamente los actuantes de esa cultura. Salvo que su idea de cultura sea otra: una metáfora del control social.

Efectivamente, el desprecio peneuvítico no obedece sólo al cansancio por recibir muchas más críticas intelectuales que las muestras de agradecimiento que supone merecer. Arzalluz y Ardanza han elegido el insulto, el sectarismo y el populismo antiintelectual no sólo por mal humor. El fundador, Sabino Arana, recomendaba leer poco, y los nación alistas ilustrados son habitualmente desplazados del poder por los más ortodoxos. Insultando, consuelan a su parroquia incondicional, feliz cuando el jefe sacude, como dice, a ésos, a Savater, Unzueta, Elorza, Juaristi y compañía, aunque al hacerlo dé alguna coz a personas más afines como el rector Salabura, a colegas universitarios suyos como el decano Aguirre, a personas de tan respetable veteranía democrática como Azaola y Beristain. Porque el cierre de filas internas es para ellos mucho más importante que la penosa impresión que sus declaraciones producen fuera de su partido y del País Vasco, mucho más importante que la erosión de la convivencia social que causan, más que los beneficios regalados al mundo etarra. Su escala invertida de valores, que privilegia la tribu sobre la sociedad, la doctrina sobre el pensamiento, es la principal motivación del alejamiento de los intelectuales y una parte creciente, de la opinión pública, incluso de gente antes muy próxima a ellos. La sospecha, cada vez más extendida, es que ese nacionalismo, ambiguo y esencialista, resulta, como sugiere Aurelio Arteta, dificilmente compatible con la democracia.

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Los dirigentes nacionalistas notan que, tras sus largos años de gobierno, cada vez más personas se preguntan sobre la conexión ideológica entre nacionalismo y persistencia de la violencia. No parece casual que uno de los pocos nacionalistas que ahora mismo proponen ideas interesantes y significativas sea Joseba Arregi, que ha criticado la autocomplacencia abertzale con mitos, principios y prácticas impropias de una sociedad liberal. Idéntico significado tienen, pero a la inversa, los nada disimulados (y a veces efectivos) intentos nacionalistas por influir sobre la prensa que no controlan tras el fracaso de la suya propia -recurriendo incluso a amenazas de boicot-, tras las enormes sumas de dinero público gastadas en crear, con el pretexto del euskara, confortables pesebres culturales para sus adictos, sin que la producción obtenida de ideas legitimadoras compita con la de críticas. El desgaste causado por esa crítica sobre la opinión pública es seguramente limitado, pero peligroso cuando se depende de elecciones donde un retroceso de cinco o seis puntos en votos puede ser catastrófico en términos de representación. Con todo, la derrota intelectual del nacionalismo vasco no tiene actualmente una expresión política clara.

¿Existe algún peligro de que pueda tenerla? Si es cierto que las grandes ciudades inician la evolución general de la sociedad, el nacionalismo habrá echado sus cuentas y anotado que en las últimas elecciones los votos sumados de PNV, EA y HB, rozaban en Bilbao y San Sebastián el 33%, mientras que entre las provincias sólo Guipúzcoa llegaba al 52,9% de votos. La leyenda, tan apreciada en Madrid y Barcelona, de que un PNV con sólo el 29,2% de votos en Vizcaya, su feudo histórico, y un logrado 0,9% en la irredenta Navarra, puede articular la sociedad vasca porque sus opiniones sobre los más variados temas destilan las esencias de la tierra, confunde la vida social vasca con las hábiles alianzas del PNV con el PP o el PSOE allí donde le conviene. Es penoso oír a dirigentes de este último partido afirmar que ellos aspiran a moderar al nacionalismo, eligiendo el papel de suavizante y dejando al PNV el de jabón exclusivo de la lavadora vasca.

La inhibición ideológica de los demás partidos, la falta de coraje cívico de los dirigentes que prefieren retener algún poder institucional menor mediante concesiones en las grandes decisiones, su tendencia a convertirse en sujetos políticamente correctos mimetizando tópicos abertzales, explica también la mezcla de rabia, prepotencia e indiferencia con que los nacionalistas contemplan la desafección intelectual. Así, las concesiones del alcalde socialista donostiarra Odón Elorza, con el pretexto de la paz ciudadana, a los borrokas que ensuciaron con sus enormes pancartas la plaza de la Constitución en la fiesta de San Sebastián, ejemplifican la estrategia de la concesión permanente. Es la que permite al nacionalismo ostentar una hegemonía política que no se corresponde con el pluralismo cultural e identitario de la sociedad vasca real. Por eso la crítica intelectual puede ser simultánemente, como la picadura del tábano, temida y despreciada. El verdadero problema radica en que el intelecto haya tenido que relevar a una política democrática débil, vacilante, contradictoria y sin otro proyecto que la paciencia.

Carlos Martínez Gorriarán es profesor de Filosofía de la Universidad del País Vasco.

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