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La OTAN después de Yeltsin

El presidente ruso, Borís Yeltsin, ha sufrido la enésima recaída de una enfermedad para la que ninguno de sus amigos de Occidente, ni Bill Clinton, ni Helmut Kohl, ni Javier Solana, tienen remedio. Al margen de la tragedia personal de este hombre que se aferra ya más al cargo que a la propia vida, la situación que de ella se deriva vuelve a plantear todos los interrogantes habidos antes de las pasadas elecciones presidenciales rusas. Para los rusos, pero también para nosotros en Occidente.Queda, ante todo, en evidencia lo efímero que ha sido el éxito de la masiva intervención occidental a favor de la victoria electoral de Yeltsin. Los líderes occidentales harían bien, por tanto, en comenzar a trabajar sobre el más que probable escenario de no poder contar ni siquiera a corto plazo con Yeltsin para minimizar las tensiones a que se enfrentarán las relaciones entre la OTAN y Rusia en los próximos meses con vistas a la reunión de la cumbre de la Alianza Atlántica en Madrid.

Yeltsin ya no está en el Kremlin por más que aparezca por sus salones. Occidente debe, por tanto, despedirse con calor humano de este hombre y concentrarse ahora en dar señales claras a quienes luchan por sucederle para que entiendan que también ellos pueden contar con la cooperación occidental para la estabilización y reconstrucción de Rusia. Pero que no duden de que también hallarán la firmeza necesaria para impedir todo intento de coacción a las jóvenes democracias en Europa central y oriental. Occidente debe liberar al próximo máximo dirigente del Kremlin de la necesidad de asumir una postura de mayor o menor dureza hacia esta ampliación de la Alianza. Debe liberarlo del dilema de elegir entre populismo anti-OTAN y racionalidad política. Y puede hacerlo dejando claro que la ampliación de la Alianza es un hecho consumado que no amenaza en absoluto a la seguridad de Rusia y lleva consigo considerables contrapartidas beneficiosas para su país.

En la reunión del próximo mes de julio en Madrid, la OTAN deberá anunciar la apertura del proceso de integración en su seno de Polonia, República Checa, Hungría y, posiblemente, Eslovenia. De. no hacerlo, pondría en grave, cuarentena su propia identidad, su soberanía y su prestigio, pero además generaría una parálisis muy peligrosa de la evolución interna de los países candidatos al ingreso. El objetivo del ingreso en la OTAN y en la Unión Europea ha sido enormemente efectivo para disciplinar y racionalizar las reformas democratizado ras y el discurso político y económico general de los países de Europa central y oriental. Este acicate es imprescindible para la evolución sin traumas de aquellas sociedades.

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Que la citada ampliación, como el mero debate sobre la misma, iba a producir tensiones entre Occidente y Moscú era desde un principio previsible. Más aún, es inevitable. La susceptibilidad rusa, que tiene su origen en una larga historia de agresiones a su territorio procedentes del Oeste, es perfectamente lógica. Y, aunque carezca hoy de bases objetivas, es, como todos los miedos que sacuden a la sociedad rusa, un asunto fácilmente instrumentable en aquel convulso escenario político.

La ampliación de la OTAN no se hace porque su dirección en Bruselas o sus miembros actuales quieran, sino porque existen hoy unos países que, recuperada su plena soberanía, quieren hacer uso de ella integrándose en la Alianza. Y siempre que cumplan los requisitos necesarios, nadie, ni los miembros actuales ni Rusia, puede negarles tal derecho. El proceso conlleva serias dificultades. Aquellos que no estén en el primer vagón de integración en la Alianza pueden resentirse. Y pueden quedar inmersos en zonas grises de seguridad en el continente europeo cuya mera percepción resulta peligrosa.

Por eso es deseable que la ampliación de la OTAN se haga en el marco de un organigrama más amplio de seguridad europea tendente a evitar distintos niveles de seguridad en las regiones europeas. Y que reduzca además las susceptibilidades rusas. Lo que no quiere decir que éstas desaparezcan, entre otras cosas, porque muchas no son sino artificios ideológicos y retóricos para la agitación interna. Pero sí pueden y deben darse los pasos para que, pese a la ampliación, el Kremlin acabe estando medianamente satisfecho con los resultados de esta reordenación general del espacio de seguridad europeo. En este sentido, parece ya decidido el ingreso de Rusia como miembro pleno del G-7. Todo hace pensar que, a partir de la reunión que se celebrará en Denver en junio, esta organización de los países más poderosos del mundo será ya un G-8. Otros gestos serían la ya anunciada renuncia a desplegar armamento nuclear en territorio de los nuevos miembros, y, por qué no, una renuncia similar a estacionar allí tropas de otros países de la Alianza. Esta renuncia tendría que ser, por supuesto, condicionada. También debería establecerse un órgano permanente de información y consulta entre la Alianza y Rusia. Pero la OTAN habrá de resistirse con decisión a los intentos, ya iniciados por Moscú, de conseguir por esta vía un derecho de injerencia y veto sobre decisiones internas de la Alianza. La OTAN no puede hipotecar en ningún caso su operatividad ni libertad de decisión a los humores políticos ni intereses rusos.

Habrá que renegociar acuerdos previos como el de armamento convencional firmado en Viena en 1990 por la OTAN y el Pacto de Varsovia, que, con el trasvase de antiguos miembros de éste a la Alianza, ha quedado superado y exige un mayor desmantelamiento de armamento en Occidente. Y, finalmente, debería reactivarse la durmiente Organización para la Seguridad y Cooperación en Europa (OSCE), que, como se ha demostrado en la crisis de Serbia, puede ser mucho más que un fantasmal e inútil foro diplomático unilateral si se le otorgan poder y capacidad operativa.

Por desgracia, no se ha avanzado mucho en este sentido en los años en que se podía esperar mayor disposición al acuerdo por parte de Moscú, y el Kremlin bajo Yeltsin parecía más inclinado, por voluntad y por fuerza, a escuchar los argumentos de la Alianza. Ahora, con Yeltsin ya incapaz de controlar aquel patio de Monipodio del Kremlin y con la lucha por el poder abierta de nuevo, se abre un nuevo periodo de incertidumbre en el que será muy difícil llegar a un acuerdo general. Puede tardar mucho tal acuerdo y puede enrarecerse mucho mientras tanto el clima político entre Occidente y Moscú. Pero esto no debería retrasar en ningún caso la ampliación. Y los europeos deberán resistirse a eventuales tentaciones en este sentido, que puedan surgir en Estados Unidos o Alemania, tan propensos a buscar acuerdos por separado con Rusia.

La situación interna de Rusia, de la que emanan estas dificultades de acuerdo, es el más sólido argumento de los países de Europa central y oriental para integrarse en la OTAN y de la propia Alianza para acelerar su ingreso. Y este argumento es, si cabe, más fuerte ahora, después de Yeltsin.

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