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Tribuna:
Tribuna
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Nuestro talón de Aquiles

En los últimos años es cada vez más frecuente subrayar los aspectos positivos del pasado, cuando no inventarse uno que incluso lime las diferencias con los países pilotos de Europa. Vísperas de la conmemoración del 98, no está mal como reacción saludable a la interpretación pesimista que ha dominado durante largos trechos. La revisión que se está llevando a cabo de nuestra historia contemporánea pone en un primer plano los momentos más favorables de la vida económica, pero sobre todo los de la intelectual: no olvidemos que tuvimos un Cajal, hasta ahora la figura más egregia de la ciencia española, y un plantel de filósofos, filólogos, historiadores y en general escritores y ensayistas muy dignos, sobre todo si los comparamos con los que sobresalieron en la primera mitad del siglo XIX. El engorro de esta revalorización -para la que- desde luego, no faltan datos en que apoyarse- proviene de que, pese a la insistencia en que las cosas habrían ido razonablemente bien, la restauración desembocase, pasando como sobre ascuas por una brevísima república, en una guerra civil de las características de la vivida.Así como el franquismo buscó sus raíces en el reinado de los Reyes Católicos, que enalteció como el periodo culminante de nuestra historia, la generación que ha llevado a cabo la transición, orgullosa de lo realizado, se ha visto también compelida a una revaluación de la primera restauración. Para apuntalar las loas en el presente es menester retrotraerlas al pasado, así como las críticas empujan a dejar constancia de que aquellos polvos trajeron estos Iodos. Necesitamos la historia para esclarecer el presente, pero también para justificarlo. El historiador, y no sólo en España, está sustituyendo al sociólogo y al economista en la labor de legitimar el presente. Los problemas que plantea el nacionalismo periférico -en el País Vasco incluso cuestionando seriamente el monopolio estatal de la violencia- difícilmente justifican los elogios con los que se describe la etapa actual. Cuanto más frágil el orden social y político establecidos, mayor la necesidad de subrayar éxitos presentes y pasados.

No es un secreto para nadie que dos esferas claves de la vida española, la justicia y el saber, de las que depende nada menos que el progreso socioeconómico y la convivencia democrática, siguen funcionando mal. En algunos otros ámbitos, por suerte ya resulta difícil imaginar la situación que imperaba hace treinta, cuarenta años; empero, en la organización de la justicia y del saber nos damos a menudo de bruces con estructuras y situaciones que parecen arrancadas de aquellos tiempos. De vez en cuando saltan a las páginas de los periódicos una sentencia de un juez o un texto de un catedrático que nos producen sonrojo. Al fin y al cabo, meras anécdotas que ocurren en todas partes, si no fuera porque, a poco que hurguemos, quedan de manifiesto males de fondo que afectan a la Administración de justicia y a los centros superiores de enseñanza y de investigación.Cierto que se critica a la Administración de justicia sobre todo por su lentitud, defecto gravísimo que de hecho la invalida, pero también a veces por su contenido -algunos jueces se han distinguido por una mentalidad harto peculiar que se distancia mucho de la que comparten la mayoría de los españoles- y hasta se han conocido casos de prevaricación que por lo difícil de la prueba y la natural solidaridad corporativa llaman siempre poderosamente la atención, dando pábulo a todo tipo de especulaciones. De la justicia, como del honor de una persona, lo mejor es que no se hable. Existe acuerdo en que una buena parte del malestar se explica por la falta de recursos económicos para proveer las plazas necesarias o construir los edificios adecuados, y, cómo no, también se constatan deficiencias en la formación o dedicación del personal. Pese a los distintos remiendos efectuados desde los comienzos de la transición, una reforma modernizadora de la justicia que garantice plenamente su independencia -la forma de elegir a los miembros del Consejo General del Poder Judicial sigue siendo tema controvertido- es sin duda la tarea pendiente que con mayor urgencia habría que llevar a buen puerto.

Lo grave -y no cabe exagerar en este punto- es que una reforma, tan necesaria y de la que depende tanto, de ningún modo puede acometerse en las actuales circunstancias. La clase política de la transición -y no tenemos otra- no puede emprender una reforma de la justicia, cuando algunos de sus representantes no sólo están procesados sino que cuentan con el respaldo de una parte importante de esa misma clase política. Muchos estamos convencidos de que aún pueden pasar muchas cosas antes de que Barrionuevo y sus ilustres colaboradores en la lucha antiterrorista se sienten en el banquillo. Los organizadores y hasta hoy defensores implícitos de los GAL, pero también los organizadores y hasta hoy encubridores de la financiación ilegal de los partidos y de otras formas de corrupción, han dado un golpe tan sañudo al Estado de derecho que todavía estamos muy lejos de haber superado su peor secuela: la amenaza continua y sistemática a la independencia de los jueces que se deriva de la delincuencia cometida por los poderes del Estado. Los mismos que en su día creyeron que se podía matar en nombre de la razón de Estado no dudan de que esta misma razón ampara la manipulación de la justicia, con tal de que los "héroes" no sean "injustamente" castigados. Los mismos que no quisieron asumir la responsabilidad política, alegando que había que dejar que actuasen los tribunales, no han cesado desde entonces de preparar trampas -algunas tan burdas como las famosas cartas portuguesas o una televisión pública cedida para hacer comunicados fraudulentos- y de poner todo tipo de obstáculos a la acción de la justicia, incluso organizando campañas calumniosas contra los magistrados que instruyen los sumarios.

En este ambiente, cuestionar a la Audiencia Nacional, máxime cuando se hace desde la cúspide de otro poder del Estado, sea cual fuere la intención, supone contribuir a la confusión que algunos creen necesaria para librarse de la acción de la justicia. No me parecen congruentes con el principio de igualdad que debe informar a la democracia los fueros ni las jurisdicciones especiales. El que en las condiciones de la España actual no pueda regir el principio del juez natural -las razones son tantas como convincentes- es prueba de la fragilidad de nuestra democracia. En estas condiciones, la labor de la Audiencia Nacional, con los fallos que sin duda pudieran aducirse, en su conjunto resulta tan respetable como ejemplar. Su mayor mérito, que haya logrado procesar a algunos de los que por su posición política o económica se consideraban intocables, es sin duda la causa principal de los

muchos ataques recibidos, pero también el tenue hilo que aún sustenta la esperanza de que un día arraigue el Estado de derecho en España.

De tanta o mayor gravedad es la situación en que se halla la creación y transmisión del saber, pese a que en este caso los poderes públicos y la sociedad toda estén realmente interesados en que funcionen los centros de investigación y de enseñanza superior, como lo prueba el que en los últimos decenios se les haya dedicado sumas crecientes. La gravedad de la situación se manifiesta en la divergencia entre el dinero invertido y los resultados obtenidos: se ha ampliado la oferta, pero no se ha conseguido mejorar la calidad. Claro que la gran mayoría de los que tengan un puesto de trabajo en la Universidad o en los centros estatales de investigación protestarán airadamente contra esta afirmación, mientras que a ella se inclinan los observadores extranjeros y los españoles que, pese a haber trabajado duro, no han podido penetrar en esta maraña de intereses, en primer lugar los jóvenes que hacen un tercer ciclo o investigan en universidades norteamericanas y europeas. Valdría la pena hacer un estudio minucioso de lo que sobre la Universidad piensan aquellos que hemos enviado con becas al extranjero y que saben que a la hora de instalarse en España lo que menos va a contar es la obra científica realizada o que prometen realizar.

La endogamia que rige en la vida universitaria española ha creado al científico localista que ha sabido, a ser posible tratando exclusivamente cuestiones regionales, hacer toda su carrera -se licencia, hace el doctorado, llega a catedrático y, buen conocedor de las relaciones de poder internas, si cuadra, un día a rector- en la Universidad, sobre todo si es reciente, de la ciudad en que ha nacido. El localismo endogámico es el enemigo principal de aquellos que caen en la tentación de salir fuera -por suerte, cada día son más- y tratan de orientarse en otros pagos. El mayor despilfarro de dinero y de energías se produce en esta política contradictora de aumentar, por un lado, las becas para ampliar estudios en el extranjero y, por otro, mantener férreamente las estructuras locales de poder, con puestos seguros únicamente para aquellos que calienten el asiento el tiempo suficiente y respeten los poderes constituidos en cada departamento.

Se ha dicho que la cooptación, de manera directa o disimulada, es el único camino para reclutar al profesorado universitario. También en los países más avanzados son los departamentos los que deciden a quién se le da la plaza, eso sí, sin tener que realizar las pamemas de los concursos que la ley y la costumbre imponen en el nuestro. Pero se oculta una diferencia esencial, y es que la cooptación se lleva a cabo en un medio académico en el que existen comunidades científicas muy críticas respecto a las publicaciones y comportamientos académicos de cada cual. Y en España nadie se acredita o, lo que es peor, tampoco se desacredita por lo que publique. En estas condiciones, lo aconsejable es no prodigarse en una actividad que, fuera del libro de texto que aún podría dar algún dinero, nada reporta. Tiene mérito que así las cosas la Universidad española todavía produzca trabajos, pocos en relación con el número de plazas, pero algunos de notable calidad. El hecho es que rara vez salta un escándalo en relación con un comportamiento académico -la libertad de cátedra se interpreta, por suerte, con harta liberalidad- y menos aún por el contenido de una publicación, y cuando esto excepcionalmente ocurre, no es porque la denuncia provenga de la comunidad científica, donde únicamente deberían dirimirse estas controversias. La paradoja que define a la vida intelectual española es que la pertenencia a una sedicente comunidad científica lleva consigo la eliminación sistemática de lo que, en principio, debiera constituirla, el ejercicio de la crítica: no se tolera un comentario que no sea elogioso sobre un miembro cualquiera de la comunidad académica. El catedrático no critica en público al colega, porque además de ser una falta de compañerismo imperdonable, al final siempre se paga: ya nos veremos las caras en la red de intereses que constituye la vida universitaria. Y el que no hubiera todavía culminado su carrera, con una crítica que hiciera sentenciaría su final. Los jóvenes universitarios, a diferencia de los de los países que tienen verdaderas comunidades científicas, no se distinguen por empezar dando caña a las figuras establecidas, sino que desde el principio aprenden lo imprescindible para sobrevivir: saber a quién hay que citar y en qué tono.

No creo que haya que extenderse en mostrar la estrecha relación que existe entre estructuras de poder cimentadas y la absoluta falta de crítica, fenómeno que con los mismos efectos letales, encontramos en otros ámbitos de la sociedad española, en los partidos políticos, en las empresas y un largo etcétera. En una sociedad tan jerárquica como la española, criticar al de arriba se paga. De ahí el miedo difuso que domina toda nuestra vida social. Me temo que formas seculares de poder absoluto estén también en el origen de un carácter muy peculiar de nuestra psicología social: disentir se interpreta como un ataque personal, al que se contesta, no argumentando a favor de las tesis propias, sino, bien pidiendo compasión -¿por qué no me quieres?-, o bien, si el agraviado se considera lo suficientemente fuerte, mostrando el desprecio que siente por semejante mequetrefe, a la espera de la ocasión para darle con la badila en los nudillos. Se explica que en este ambiente la vida intelectual española resalte por la falta más absoluta de crítica: decir que un libro, o una conferencia, no ha estado a la altura de lo que se esperaba, puede significar que la persona en cuestión caiga de repente en la cuenta de que el que se ha atrevido a mencionarle sin los debidos respetos tampoco dé la talla para seguir escribiendo en la revista en la que hasta entonces había pertenecido al consejo de redacción o había colaborado con frecuencia. Mientras que se machaque al que se atreve a criticar a los poderes constituidos, los sociales o los académicos, ante el silencio cómplice de la sedicente comunidad científica, impidiendo con ello un debate libre en cada rama del saber, por mucho que se gaste en investigación y en enseñanza, los resultados seguirán siendo magros, con todos los costos que ello implica para el desarrollo socioeconómico y la convivencia democrática.

Ignacio Sotelo es catedrático de Ciencias Políticas de la Universidad Libre de Berlín.

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