Camino franco
Una gira por los pinares que ciñen esta presa serrana, oteando la obra faraónica del Valle de los Caídos
Construir a gran escala y destruir el pasado son dos afanes complementarios que mueven a todo tirano. En el siglo XIII antes de Cristo, Ramsés II mandó erigir los vastos templos de Luxor y Abu Simbel, y ordenó asimismo que su nombre fuera cincelado sobre monumentos pretéritos, para elusión de sus antecesores y confusión padre de los egiptólogos. Mil años después, el emperador chino Shib Huang Ti dispuso que se quemaran todos los libros anteriores a él, y quienes ocultaron textos fueron condenados a edificar la Gran Muralla. En 1940, Franco quiso enterrar las dos Españas bajo una desaforada cruz de piedra; para que el olvido fuera perfecto, presos políticos y prisioneros de guerra trabajaron en ella hasta reventar.De cuantos valles asurcan la faz del viejo Guadarrama, ninguno tan digno de lástima como Cuelgamuros. Triste destino el suyo, verse degradado por decreto a nicho de 33.487 cadáveres, a mármol final de un caudillo, a Valle de los Caídos; incierto futuro el suyo, a expensas de los nostálgicos de noviembre y de cuatro nipones desorientados. Ni siquiera los responsables del Patrimonio Nacional, que recibieron en su día este indeseable legado, saben qué hacer con él, salvo podar los setos y cobrar entrada: una cosa es cuidar palacios reales; otra distinta, atender un macabro parque de atracciones con bares, restaurantes y funicular hasta la base de la cruz.
Para más inri, una muralla que no tiene nada que envidiar a la china cierra el valle por los cuatro costados, desde las cimas del Abantos y del cerro Carrasqueta hasta la carretera de Guadarrama a El Escorial, impidiendo el libre tránsito de montañeros, ciclistas y otras gentes de paz. Gentes como el excursionista, que no se resigna a visitar un valle de la sierra pasando por taquilla, como si fuera un turista de Osaka, pero tampoco piensa quedarse en casa porque alguien haya plantado en el monte una cruz de 201.740 toneladas.
Una solución intermedia puede ser acercarse al embalse de La Jarosa y, dándose un garbeo por el pinar, ganar la altura suficiente para asomarse al vecino valle de Cuelgamuros (o de los Caídos, esto va en gustos) sin necesidad de trasponer su amurallada linde. No sabría decir el caminante quién inauguró, en 1,969, esta presa de gravedad y planta recta -con una, longitud en la coronación de 213 metros y un muro lateral de cierre de 340 metros y 14 de alto-, pero viendo a los pescadores hacer puntería con la lombriz sobre la ingente cruz que se espeja en sus aguas, piensa, entre veras y burlas, que una ruta como la de hoy reune, todos los requisitos -pantano, pescadores y Cruz de los Caídos- para ser titulada Camino franco.
Camino franco, pues, que el excursionista emprende en el área recreativa de La Jarosa -sita al cabo de la carretera que rodea por el norte el embalse-, echándose a andar por la pista que nace a la izquierda del chiringuito allí instalado. No hay pérdida posible: es la misma pista que le devolverá, después de dar un rodeo de 15 kilómetros en el sentido de las agujas del reloj, al punto de partida.
El caminante sabe que no ha de tomar ninguna de las desviaciones que se le van presentando a ambas manos; ni siquiera [a vereda que, a una hora escasa del inicio y tras un repecho de tres bemoles, surge hacia la izquierda para ir a morir en la inapelable cerca de la necrópolis. Este desvío, empero, constituye un buen observatorio para echarle un vistazo al mayor crucifijo del planeta -150 metros de altura por 46 de envergadura-, vana obra si se compara con las cumbres de San Juan (1.734 metros) y de Abantos (1.753), que, amén de las más altas, al excursionista se le antojan más humanas.
Dando la espalda a tanta altura, el caminante reanuda su gira por estos bosques de pico laricio, cuyas umbrías alfombra la gayuba y cuyas solanas aroman la jara y el cantueso. En el arroyo del Palazuelo, donde la pista comienza a declinar, la sombra de una rapaz sale al paso, y esa es la última cruz que él quisiera mirar.
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