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Historia del frío

La libertad tiene buena fama, qué remedio, pero tomada a borbotones puede resultar peligrosa. Algo de esto saben los pastores, los anacoretas y, sobre todo, los vagabundos urbanos. Actualmente, en Madrid somos algo más, de seiscientos, aunque el parque disminuye año tras año debido a que las nuevas generaciones no cubren las bajas. Me refiero, claro está a vagabundos de fondo, vocacionales, y no a esas personas que deambulan como alma en pena por las calles a la espera de un tiempo mejor.Dos reglas, sobre todas las demás, observamos en este oficio: andarnos con gaitas y no gimotear. En contra de lo que afirman algunos libros de texto, vagabundo y ciudadano no son enemigos de campo; no exactamente, por más que nos separe un abismo a la hora de entender la vida. Los enseres, por ejemplo. ¿Para qué sirven?: te das golpes con ellos, cogen polvo, pesan, ocupan, hay que vigilarlos. Y además, cuestan dinero. Una locura. Otro asunto: el vino. Bebemos vino, sí, nadie lo niega, y no hay que ser un lince para entender la jugada: anima, calienta, es barato y, por si esto fuera poco, lo venden en Tetra Brik. Faltaría más: muchos les pegan a la VISA, al fax y a otras sustancias clandestinas, y nadie dice nada.

Confesaré que de vez en cuando -en compañía de El Peanas, mi colega- me presento en los bajos de Torre Picasso para estudiar a los señoritos según van saliendo del trabajo. El Peanas es un tipo duro, un maestro de la vida errante cuyo entretenimiento favorito consiste en chinchar a estos muchachos. Y, para ser más efectivo, simula ser un demente. Los ve salir del edificio, se pone bizco y empieza a pegar saltitos a su lado. En garde, monsieur!, les grita por sorpresa, soltando el macuto y blandiendo medio chorizo (El Peanas es grande, metro noventa descalzo, y eso da seguridad). También se inventa soniquetes: "Vaya, vaya.... bocadillo de caballa / Vaya, vaya..., los chicos de la raya", y gansadas así. Siempre en rima consonante.

Por mi parte, yo nunca me comporto de este modo. Rechazo humillar a otras capas sociales y tampoco es mi estilo cebarme con los perdedores: bastante tienen con sus corbatas y sus aparatos de aire acondicionado. Cada uno en su sitio, es mi lema, y puedo asegurar que, si se cumple, la cosa funciona. Con una excepción: la Navidad. De repente, las personas se vuelven buenas, compran bombillas, cantan villancicos horribles y sonríen a todas horas como si les fallara el maxilar. Sospechoso. Que si felices Pascuas, que si feliz Navidad, que si patatín que si patatán... Hasta se meten en lo personal: "Pobre hombre, en estas fechas..., y ahí tirado". Pobre mujer, usted, pelo de chicle, porque yo estoy encantado con mi forma de ser. Me complace muchísimo zigzaguear por la acera, vomitar en público y agarrarme a las farolas cuando intuyo que estoy a punto de partirme la crisma.

Todo esto me lo callo, naturalmente, porque yo no soy El Peanas, sino un alfeñique al que cualquiera puede partir la cara. En resumen: que a mí, la Navidad, ni me pone alegre, ni triste, ni melancólico, ni ambiguo, ni me recuerda a la infancia. Me incomoda sobremanera, eso sí, y lo único que puedo decir en su favor es que ya ha terminado.

Me gusta el parque de Berlín, donde me estoy instalando para pasar la noche. Es un gran sitio: abierto, con estanques, con laderas, con buenos bancos y con un rincón dedicado a Beethoven. Yo empecé tarde en esto del vagabundeo, a los 42 años, y me costó hacerme con los trucos del oficio. No obstante, ya he aprendido a distinguir mis toses. Y la que sufro desde noviembre me da mala espina. Nace de abajo y me abrasa, al pasar, la campanilla. Qué cosas: aquí mismo, hace pocas semanas, murió un hombre. Un compadre que conocía de lejos, especializado en papeleras y cartones; y pensando en él, me estoy durmiendo. En su honor, bajo los árboles, envuelto dos veces en mi manta. Dios, qué frío está el césped; qué débil, qué delgado. Y es que con calefacción sólo hay uno: el del Bernabéu.

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