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Ricos del mundo, ricos sin fronteras

Andrés Trapiello

(Casi un cuento de Navidad)Hay en Madrid, como supongo que habrá parecidas en otras partes del mundo "desarrollado" una clase de tiendas donde se venden víveres de lujo y toda suerte de manjares refinados, golosinas y chirlomirlos. A veces, al pasar por delante de uno de esos comercios finos nos detenemos ante sus escaparates. Suelen tenerlos primorosamente adornados y abastecidos, combinando los muy diversos géneros de tal modo que el conjunto termina adquiriendo un aire de retablo entre el monumento eucarístico y el bodegón holandés. Incluso la luz con que los iluminan suele ser dorada, parecida a la que emana de las custodias y los aperos de iglesia. Los transeúntes entonces, incluso los que son un poco clerófobos y volterianos, se detienen ante ese prodigio para admirar la variedad y calidad de las viandas, conservas y fiambres, y lo hacen seguramente no tanto por gula como movidos por una irreprimible admiración, de la misma manera que de niños podíamos quedar suspensos horas y horas contemplando un mapa mundi o buscar arrobados en el dial de aquellas viejas radios de posguerra emisoras de países tan lejanos como el Bagdad de las Mil y una noches, fantásticos e irreales al mismo tiempo, pero posibles. De igual modo, llegan a parecernos fantásticos, remotos e irreales esos salmones, esos faisanes, esas trufas enigmáticas que tienen algo del carbono puro.

Los artículos que se expenden en tales tiendas están todos embalados y empaquetados de manera muy diferente a como se encuentran en nuestros ultramarinos habituales, lo que se debe, seguramente, al precio de esas pequeñas joyas, llamadas, por otra parte, todas ellas a la caducidad. La mantequilla, por ejemplo, viene en latas que pueden tener el mismo aspecto que las que traen el caviar afgano o las colas de los cangrejos rusos. Ni siquiera el pan parece el mismo que nos venden en las panaderías de barrio, como si el trigo con el que estuviera hecho procediera directamente de las despensas de Georgia, es, decir, de alguna de esas repúblicas siempre exóticas, y desgraciadamente ex comunistas, pues esta última condición añadía a tales productos una cierta perversión, que podría recordamos a aquella dama francesa de la que hablaba Stendhal, que lamentaba que comer un helado no fuese pecado.

En tales establecimientos la gente entra y habla en voz muy baja, como se hace en las iglesias, en los bancos, como de hecho se hacía en la cueva de Alí Babá. Los dependientes llevan siempre las chaquetillas blancas muy limpias y no dan jamás la impresión de que operan sobre jamones dulces de York o sobre lenguas de colibrí, sino que parecen relojeros de la muy aseada Suiza. Han aprendido también a susurrar como los curas que acopian los pecados, y ponen cara de no sorprenderse jamás cuando comprueban que lo que acaba de comprar esa despreocupada señora en 15 minutos equivale a su salario de un mes. Como cabe suponer, tales tiendas están estratégicamente ubicadas en los barrios "más serios y conocidos" de las ciudades, como se decía en el siglo XIX. Por lo general, las cristaleras de sus escaparates son diáfanas y limpias y pueden seguirse desde el exterior las evoluciones de los parroquianos, gentes también "serias y conocidas". Cuando Franco, se decía de ellas: "Tienen una gran pinta". Y también: "Muy buena facha". Nadie sabía a qué se hacía referencia, ciertamente, pero la "pinta" o "facha" olía siempre a un perfume seco y a un whisky caro. Delante de los mostradores de cristal donde se contienen las bandejas colmadas de provisiones, la clientela, muy concurrida a todas horas del año, se mueve con solemnidad y discreción. La escena podría recordar esas exposiciones de alhajas que preceden a su subasta. Incluso desde la acera puede percibirse que los clientes se debaten para elegir bien. Quizá por eso se lo toman con tanta calma. Incluso no tendría nada de extraño que la elección de unos espárragos lo suficiente mente gordos sea para muchos de ellos la deliberación más ardua de las que hayan de tomar en toda la jornada.

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Los mendigos madrileños, como supongo que muchos de otras partes del mundo desarrollado, saben muy bien que los lugares donde la gente se muestra, mas generosa en la limosna es en las puertas de las iglesias y en las puertas de tales tiendas de lujo. En un caso porque parecen recordarle al usuario que su salvación eterna puede depender del óbolo que dejen en ese momento, y en el otro, por una razón más higiénica: compran por unas. monedas insignficantes la tranquilidad y la absoluta seguridad de que ni las colas de langosta ni el huevo hilado que acaban de comprar les sentarán mal.

Hace unos meses, un mendigo tomó la costumbre de ponerse delante de la puerta de una de esas tiendas. Era el mismo siempre. Ya se sabe la necesidad que tenemos de la rutina, por aquello de que la costumbre es una especie de patria. Se ponía frente a la puerta, de pie, serio, con la mano extendida, mirando a ninguna parte, que es donde miran los pobres. Era y es un hombre todavía joven, delgado, sucio. No decía nada. No es ni siquiera de esa clase de mendigos indignos que se arrodillan con grandes cartelones donde en cuatro o cinco líneas se cuenta una novela, casi siempre real, casi siempre inverosímil, como las malas novelas. Éste no. Éste se limitaba a estarse de pie, horas y horas. Pasaba uno por la mañana y se encontraba uno con él; a mediodía, a última hora de la tarde. Era un mendigo serio al que jamás se habría podido acusar de absentismo laboral. Incluso, es más, hubiera podido condecorársele con una medalla del trabajo, pues él solo hacía a diario dos turnos en uno, desde las nueve de la mañana a las nueve de la noche. Los clientes, desprevenidos, cargados con sus compras, se lo topaban al salir. La mayor parte no podía evitar un gesto de repulsión y de asco ante lo que consideraban una intromisión en su vida privada. Gastar dinero se ha convertido en una forma de la privacidad. Muchos, del susto, daban un salto hacia atrás y huían despavoridos como si fuesen a robarles sus preciados, sus exquisitos, sus delicados y arduamente escogidos manjares recién adquiridos.

Hace unas semanas, mientras ese hombre estaba allí de pie, encogido, muerto de frío, con las manos amoratadas, llegó un guarda de seguridad, de esos que pagan las empresas, los banqueros, los estafadores. Discutió con el otro de una forma desagradable y violenta. Se veía que no era la primera vez. Le decía: "Que te largues, he dicho que te largues, te lo tengo dicho cien veces", y le daba empujones en el hombro. El otro decía: "La calle es de todos, yo no hago daño a nadie". Pero se veía que iba a perder aquella batalla como seguramente había perdido otras muchas.

Algunos transeúntes miramos la escena a distancia, pero ninguno dijimos nada, y el mendigo terminó yéndose de mala gana, mientras el guarda lo seguía con la mirada. De vez en cuando aquél se volvía y gritaba desde 15 o 20 metros, ya sin fuerza, con un gran abatimiento: "Cabrones, más que cabrones". El guarda no se molestaba por ello en absoluto; le decía, como se les dice a los niños antes de acostarles: "Venga, vete, no seas malo". Lo decía incluso con ternura y buen humor, porque había despejado su problema. Ahora, en vez de un pobre, a la entrada de esa tienda hay un guarda de modo permanente que mantiene alejados a los pedigüeños. La empresa, con buen acuerdo, no ha querido desoír las quejas de su clientela, que encontraba de pésimo gusto que se permitiera la mendicidad frente a tal templo de la gastronomía.

El mendigo, nuestro mendigo, la ejerce ahora unos metros, más allá. Ahora la ejercen él y otros dos o tres. Esperan ver salir a alguien y se ponen a su lado, y de manera machacona, sin desalentarse, solicitan una limosna relatando lástimas tan reales como inverosímiles. La gente, en esa esquina del barrio de Salamanca, como en todas las esquinas de los barrios de Salamanca del mundo, anda despavorida, y no sería raro que organizaran en breve un Ricos del mundo, ricos sin fronteras para, mediante una cuota mínima, librarse de esas molestias cotidianas, tanto como de la conciencia que es saber que, de manera irremediable, vamos a un mundo donde los pobres serán cada vez más y más pobres y los ricos cada vez menos y más ricos. A veces los mendigos se descuidan y se aproximan un poco más de la cuenta a la puerta del establecimiento de víveres de lujo. Entonces el guarda, que tampoco parece mala persona, propina una patadita en el suelo, como la que se da para asustar a los chuchos, les dice, venga, iros de una vez, no me fastidiéis, y los pedigüeños se alejan jurando entre dientes. Entonces, el guarda, que es un mocetón pacífico, se sonríe de haber interpretado bien ese papel que le ha tocado hacer en la vida, feliz a su manera de ver cómo sus problemas de cada día también se van solucionando.

Andrés Trapiello es escritor.

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