Guerra sucia en Cachemira
Siete años de atentados de la guerrilla y de brutalidad del Ejército indio dejan 50.000 cadáveres al pie del Himalaya
Diez soldados indios del Batallón 89 derrumban la puerta y apartan a empujones a unas mujeres que gritan. Luego sacan de la cama a Safiq Mohd Abazly, de 22 años, al que apalean en el patio de su casa antes de llevarlo detenido al centro de interrogación de Karannagar, a menos de 200 metros. Safiq es acusado de ser un militante (guerrillero) independentista. "Sólo trabajo para mantener a mi familia", se defiende cubierto de sangre, mientras le aplican con electrodos descargas eléctricas en el cuerpo, los genitales y la lengua. Los torturadores saben que si el detenido es culpable el dolor le hará denunciar a los amigos. Y si no lo es, tampoco importa: lo meterán en un coche y, aterrorizado, acabará señalando al primero que vea por la calle. A la mañana siguiente de aquel 18 de noviembre, la policía entregó el cadáver de Safiq a la familia. En el funeral la madre grita de impotencia porque sabe que el Estado indio garantiza total impunidad a los ejecutores de esta guerra sucia. Caso cerrado.El terrorismo se presenta en Cachemira con dos apellidos: guerrillero y de Estado. India y Pakistán, dos hermanos envenenados por el odio religioso, llevan 49 años -los transcurridos desde la independencia del Reino Unido en 1947- disputándose los 220.000 kilómetros cuadrados de esta región y la nacionalidad de sus 12 millones de habitantes. India ocupa 144.000 kilómetros cuadrados; la islámica Pakistán gobierna los 78.000 kilómetros de Azad Kashinir (Cachemira Liberada), mientras que desde 1962 China controla en las alturas de Ladakh otros 43.000 kilómetros casi deshabitados. El conflicto ha provocado tres guerras indo-paquistaníes -1947, 1965 y 1971- y la actual insurgencia armada de los independentistas en el lado indio, cuya cuenta, iniciada en 1989, alcanza ya 50.000 muertos, entre guerrilleros, soldados y civiles que tiñen con su sangre cada día un paisaje nevado de postal de Navidad.
La oposición musulmana reclama el derecho de los cachemiros a un referéndum de autodeterminación, agarrándose a las promesas de Jawaharlal Nehru y la sarta de resoluciones del Consejo de Seguridad de la ONU, que lo recomiendan desde 1948, un año antes de trazarse la línea de alto el fuego, la única frontera que existe desde entonces. A los cachemiros les está prohibido atravesar este montañoso muro de Berlín.
India que presume de ser 1a mayor democracia del inundo", se comporta en Cachemira como la peor dictadura. Las violaciones de todos los derechos humanos son el sistema de trabajo del Ejército. Su acción la refuerzan unos paramilitares que torturan a los miles de detenidos, hacen desaparecer a los sospechosos, violan a las mujeres, asesinan a los enemigos y destruyen las casas de los colaboradores. Con la excusa de reprimir a los "terroristas" han establecido un terrorismo de Estado donde hasta la disidencia pacífica comporta peligro de muerte.
Si no son ciegos, como a menudo ocurre, los pocos turistas que llegan a Srinagar verán junto a los hoteles flotantes del lago Dal una ciudad bajo estado de guerra. La oposición cachemira asegura, y un simple paseo con firma, que 5.000 cuarteles, trincheras y búnkeres alojan en la regíón a 600.000 soldados indios la mayoría concentrados en el valle de Cachemira propiamente dicho y en el "cinturón musulmán" de la provincia de Jammu. donde se muestra activa la insurgencia armada. Esto supone que los cachemiros soportan la más densa presencia militar del planeta.
En Srinagar los soldados indios, con cascos, fusiles y chalecos antibalas, patrullan en grupos por las aceras o apuntan a la población desde los blindados. Los puentes y calles de la ensangrentada parte vieja están llenos de búnkeres urbanos construidos con sacos terreros y redes de camuflaje donde los soldados hacen guardia de día y se esconden de noche. "Si comparamos con la situación anterior a las elecciones legislativas de septiembre pasado, ahora reina la tranquilidad. Los militantes de Srinagar se largaron a las montañas al llegar los soldados. Pero yo no quiero ni a los soldados ni a los guerrilleros. Los dos han arruinado Cachemira", contesta Din Ghulam, un joven comerciante musulmán.
Cada mes explotan varios coches bomba, reivindicados por grupos armados como Jamiat ul Muyahidin o Telireek ul Muyahidin, que hacen la guerra por su cuenta en las zonas rurales y montañosas con el respaldo de Pakistán, y que contestan con fuego al ultimátum que el nuevo primer ministro del Estado, el musulmán afin a Nueva Delhi Faruq Abdulá, les dio en octubre para que siguiesen el ejemplo de los renegados -exguerrilleros pasados al lado indio- y se rindieran por las buenas si no querían afrontar una "ofensiva total". El plazo ya ha vencido. Pero cada nuevo nudo en la soga india provoca una reacción aún más virulenta de los militantes.
La comunidad internacional no rechista. Su papel se limita a la decena de observadores militares de la ONU casi maniatados que salen de vez en cuando de su base en Pakistán para darse una vuelta por Srinagar y de paso hacerse unos trajes de suave lana cachemira. Al fin y al cabo, India se presenta como "exorcista del peligroso fundamentalismo islámico".
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