_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

España tiene un precio

Cualquier aproximación al coriáceo problema del encaje de Cataluña en la España moderna, dicho en términos de Pierre Vilar, podría partir de una primera proposición con la que seguramente estarían de acuerdo largas mayorías de uno y otro solar: tanto a Cataluña como al resto de España les interesa permanecer unidas dentro de un mismo Estado.La lista de beneficios para Cataluña es bastante obvia. Un mercado históricamente cautivo, acceso a una mano de obra fácilmente cualificable, diligente, y no verdaderamente extranjera, y una cierta protección y proyección de los intereses exteriores del país, pese a la precariedad del Estado español desde la Restauración hasta el restablecimiento de la democracia. Una Cataluña independiente podría defender por sí sola sus intereses en el mundo y seguiría, de alguna manera, formando parte del universo hispánico, siquiera fuese por mantener sus lazos con América Latina. Peroles también razonable sostener que esa política resulta más cómoda, tiene más sentido, si se practica desde el interior del Estado español.

De otro lado, en una época más contemporánea, cuando los mercados a conquistar forman ya parte del tejido mimo de la construcción europea, la separación de Cataluña del resto de España no dejaría de acarrear problemas para su inserción en la UE, y, puestos a lo peor, no menos graves que los que hoy padece Turquía mientras Grecia -entre otros- no lo remedie. La independencia de Cataluña no sería la mejor noticia del año para la Francia de Córcega y Bretaña, el Reino Unido de Escocia y Gales, y hasta la Italia de la demencial Padania. No hay vecino de España que ambicione más Estados de los que ya alberga la península Ibérica.

Los beneficios para España son aún más evidentes. Población, desarrollo, sólido europeísmo catalá n de cuando muchos españoles se creían con derecho a decir barbaridades sobre el mundo exterior como Unamuno, medallas olímpicas, conocimiento de idiomas, la Costa Brava y un mapa al que si se le propinara un bocado por el éste a muchos hispánicos les parecería una mutilación insoportable. Un Gibraltar de más de seis millones de habitantes. Y, lo más importante, que si Cataluña puede pensarse sin España, es mucho más peliagudo pensar España sin Cataluña.

Haz que tu opinión importe, no te pierdas nada.
SIGUE LEYENDO

El problema consiste, entonces, en que las dos partes creen que ese encaje tiene un precio, pero, en general, albergan ideas bastante divergentes sobre cuál deba ser ese precio, y hasta de quién tiene que abonarlo. En momentos extremos, como durante el largo régimen franquista, ese peaje debía pagarlo íntegramente Cataluña con la supresión. pública de su lengua, la sospecha generalizada de todo lo que oliera a catalanismo y un franco mal gusto para comentar el acento que tienen los catalanes. Basta recordar a Muñoz Seca.

En el presente, el precio se ha aligerado en gran manera. Veamos la situación actual: un estatuto, en el que el catalán es la lengua propia de Cataluña y el castellano sólo cooficial, una medida de autogobierno que ni la sueñan las demás autonomías europeas, y, desde hace unos meses, hasta el derecho a mandar en Madrid mucho más que cuando Prim, el único jefe de Gobierno catalán de toda la historia de España, aunque personalidad totalmente ajena al catalanismo.

Precio, sin embargo, sigue habiéndolo. Se llama olvidarse de la independencia y, si no fuera mucho pedir, eliminar también la idea de autodeterminación de toda clase de mociones, negociaciones y declaraciones. Pero, por lo menos a la dirección del nacionalismo catalán, esa contribución le sigue pareciendo demasiado onerosa.

El planteamiento del nacionalismo mayoritario en Cataluña es el de que haya, sí, un precio, pero de geometría Variable y, sobre todo, que no se sepa nunca en qué consiste, salvo en la coyuntura más inmediata. Tú abona de momento éste u otro IRPF, traspásame esos o aquellos impuestos especiales, que ni siquiera te voy a decir por cuánto tiempo va a quedar saciado nuestro apetito de autogobierno.

Una explicación del fenómeno podría estimar que todo ello obedece a un prudente gradualismo. Si el nacionalismo catalán planteara todas sus reivindicaciones de golpe, se correría el peligro del soponcio hispano-castellano, incluso aunque esas pretensiones pareciesen bien antes de la independencia. Por tanto, es mejor vivir al día para no alborotar el corral.

Otra racionalización más accidentalista sería la de que las circunstancias históricas no son nunca inmutables y que el nacionalismo aloja unas exigencias que cambian en función del momento. Deja el futuro abierto sin comprometer el presente.

Finalmente, cabría apuntar la posibilidad de que, dentro del haz de enfoques necesariamente plural que ello entraña, puesto que no hay uno sino vanos nacionalismos, cupiera establecer algún tipo de consenso sobre cuáles son sus aspiraciones máximas; no por los siglos de los siglos, porque España se acabará un día, como todo, pero sí con arreglo a un horizonte antropomórfico, o sea, aquel capaz de ser pensado al día de hoy.

Porque de lo que cabe poca duda es de que el resto de España tiene derecho a saber qué es lo que le piden -así como qué le dan- a título de iva político para que Cataluña siga formando parte del Estado español. En ese sentido, el PNV es algo más claro al hablar periódicamente con la puntualidad de quien teme haberse dejado los donuts, del objetivo de la autodeterminación, cierto que envuelto en ese bello eufemismo según el cual gozar de tal derecho no obliga a ejercerlo para separar y, sobre todo, tampoco a ponerle fecha. Probablemente, eso querría decir, como también en el caso del catalanismo, la asunción plena de la soberanía para decidir, desde ella, qué tipo de pacto, vinculación o injerto se discutía de igual a igual con España, el Estado español o el resto de España.

Las cosas son así y es verosimil que no tengan remedio. Pero parémonos a pensar en el derroche ingente de esfuerzo, discurso, preocupación, y no digamos ocupaciones más abruptas, que despliegan una y otra parte para, en la mayoría de los casos, seguir oscureciendo la materia. ¡Qué feliz es Portugal, cuyos habitantes están unánimemente persuadidos de ser portugueses! Como no -hay forma- de calcularlo, ni, por ello, de desmentirlo, pienso que, secularmente, a España le viene costando varios puntos del PNB, al menos intelectual, la distracción de esfuerzos improductivos en amagar y esconder la mano, por un lado, y enrabietarse con estos ladinos de catalanes, por el otro.

España ya no puede ser la que concibió Castilla, y que tan insustituible y casi irreformable le parecía a Ortega. Eso está visto. Pero convendría que nos pusiéramos de acuerdo en qué puede ser. La Cataluña nacionalista habría de renunciar para ello a una parte de su teoría sobre sí misma a cambio de ser un elemento integrante y no sólo estar en España, como decía una medida publicidad de la Generalitat aparecida en la prensa internacional. Y la España filocastellana debería entender que si quiere catalanes españoles eso sólo cabe en una casa de todos.

Puede ser no la menor de las preocupaciones de esos nacionalismos periféricos el temor de que si revelan todas sus cartas de una sentada, poniendo el precio demasiado alto, acaben pagándolo principalmente ellos, y en las urnas. De ahí la inteligente fórmula de Jordi Pujol de primero hacer país, porque no es posible proclamar autodeterminación alguna si no se fabrica antes el auto, el del yo político y territorial. O también que es necesario un compas de espera por ver si la Unión Europea acelera la solución del problema, haciendo ella misma de verdugo del Estado-Nación. Yo no albergaría, sin embargo, demasiadas esperanzas, primero porque las víctimas tienen la piel dura, y segundo, porque, ante ese Estado-Plurinación que podría ser Europa, es defendible que a los nacionalismos les interese que les eche una mano una instancia intermedia con sede en Madrid.

El Estado de las autonomías, concebido en su día, con un exceso de optimismo, como la solución al problema de España, tiene la gran virtud de que lleva naturalmente a interrogarse sobre todas estas cuestiones y a que el nacionalismo catalán básico o central vaya mostrando sus cartas. Aunque ello no guste, porque lo que significa el morse del Estado plurinacional en boca del líder de Unió, Duran Lleida, o el del modelo quebequés, en la del presidente de la Generalitat, no es sino la confederación de Cataluña con algo qué no se podría seguir llamando confortablemente España. Pero si ése es el proyecto, mejor saberlo cuanto antes; que todo lo demás es una lata.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_