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Autumnal

Está deficientemente valorado el otoño en nuestra ciudad, cuando es el único periodo del año que puede competir, ventajosamente, con otras capitales europeas, del mundo, me atrevería a decir. Intereses oscuros, calumniosos y posiblemente corruptos atosigan su buena fama, nunca o rara vez reivindicada. Debe ser cosa de los alcaldes y el incansable y excluyente desvelo para mantenerse en el cargo lo que desemboca en el menosprecio, por ignorancia, de auténticas virtudes y exquisitas cualidades. Pechemos con el aturdimiento de cuantos aquí habitamos, que conduce al desdén por lo tan sabido, olvidado. La connotación friolera que Europa tiene de noviembre y diciembre se ha instalado entre nosotros, quizá desde la Contrarreforma. 0 antes. En épocas más ilustradas, en país de tan semejante clima, los griegos representaban al otoño en la figura de un hombre maduro, sedente, coronado de pámpanos, con un racimo en la mano diestra y un libro en la izquierda. Hoy mantendría un periódico y un vaso de whisky. Forma parte de la leyenda negra, estoy casi seguro. En algún momento llega a influir, incluso, en el Calendario Zaragozano, donde, con disimulo, se deslizan la palabra y el concepto "invierno", desde finales de octubre, que es cuando tiene inicio. ¿Qué bastardos designios -expresión que gozó de gran predicamento- han escamoteado la buena reputación del otoño? Le cuelgan sinónimos como la caída de la hoja, el entretiempo, lo tardío, con acentos claramente peyorativos. La noción de la escarcha, el cielo anubarrado, las heladas al alba, la lluvia borrascosa y gélida, la nieve-bendita en las cumbres y maldecida en las vías urbanas-, desvirtúan la picante alternativa de un periodo plural, donde caben el frío que cabalga sobre el viento, la tibieza de los mediodías, alguna tormenta renovadora, apetecible diversidad, su más valiosa característica.

Sin duda, la mejor estación de Madrid, con circunspectas temperaturas que rara vez sobresaltan el termómetro. La tan supervalorada primavera es inhóspita, mudadiza, veleidosa. Ahí nos ganan París, Roma, Lisboa, Florencia, Niza y, si me apuran, a ratos Amsterdam y Londres. Es preciso recordar, con la severidad y firmeza indispensables, que aún nos queda otoño hasta las 14.05 del día 21 de este mes de diciembre, circunstancia que se oculta a la ciudadanía, Dios sabe con qué designios. Veo, también, en el adelanto de la hora, otra maniobra que hurta a la buena gente lo mejor de los crepúsculos de la mañana y de la tarde.

Toman parte en la conjura la turbamulta de meteorólogos que señalan, con tendenciosa satisfacción, los lugares donde, por encima de los 1.250 metros, la lluvia cae en forma de nieve. No nos atañe; estamos a seiscientos y pico sobre el nivel del mar, que es una altitud que para sí quisieran metrópolis con más ínfulas que los Madriles. Nos envidian, a ratos, el canario, de ambiente edénico y monótono; el gallego, el asturiano, el cántabro y el vasco, que tienen por firmamento la tela del paraguas; los habitantes del bronco interior, el andaluz, apenas repuesto del agosto inclemente...

Madrid, encrucijada, debe promocionar el otoño, más y mejor de como lo hace, por ser, al tiempo, rompeolas, playa y destino de quienes vienen de fuera. Descontamos algunas peculiaridades que el tiempo se llevó. La ciudad ya no huele a pan recién cocido, ni a olímpicos churros aceitosos, o a café tostado; son mítico recuerdo las castañeras en la esquina -las hay en Nueva York, en Londres, en París-, por ello es urgente la conservación de lo que nos queda, un transitivo bienestar que, por ignoradas razones, se pretende restringir y racionar.

Defendamos la serena melodía del viento entre las tenaces hojas doradas de los plátanos y las acacias, un son que cualquiera puede percibir, si pone suficiente atención, y en nada envidia al largo y cursi sollozo de los violines. Disponemos de un surtido y en general benévolo otoño, del Museo del Prado, El Corte Inglés y amplias avenidas y concurridas calles para manifestarse, con todas las pancartas que se quieran y destino en las codiciadas sedes ministeriales, ante las que tocar el pito y botar cuanto el cuerpo aguante. ¿Puede pedirse más?

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