Sistemas autonómico y sistema político
Nuestro Estado de las autonomías, concebido para solucionar viejos problemas de acomodación de determinadas nacionalidades, parece no terminar nunca de conseguir sus objetivos e incluso, como ahora ocurre, produce la sensación de retroceder al punto de partida o síndrome del mito griego de Sísifo, siempre recomenzando su esfuerzo de subir una piedra a lo alto de una montaña que indefectiblemente acaba por rodar ladera abajo, como castigo de los dioses con la más terrible de las penas: la de no ser nunca capaces de terminar nada.Desde luego, al Gobierno le corresponde la sustancial responsabilidad del actual estado de cosas, pero no sería justo ignorar la existencia de elementos que le trascienden y, que tiene que ver con la situación de debilidad de todo Gobierno que no tenga una mayoría absoluta para gobernar y con la situación de dependencia en que los resultados electorales sin mayorías suficientes dejan a los partidos de ámbito nacional a la hora de gobernar, situación que puede volver a repetirse cualquiera que sea el partido ganador.
Todo pacto de Gobierno puede exigir contrapartidas y también, y es lógico, el que pueda hacerse con las minorías nacionalistas. La cuestión es que los pactos que puedan hacerse con una minoría de ámbito estatal, aun cuando beneficien a determinados sectores de la sociedad, no se perciben como generadores de diferencias arbitrarias por su distribución más o menos general desde el punto de vista territorial. En cambio, la por otra parte deseable aportación de las minorías nacionalistas a la gobernabilidad del Estado puede llegar a ser percibida fácilmente por la opinión como negativa, cuando las contrapartidas en beneficio del propio territorio sean excesivas, al aparecer éste como el criterio ostensible de selección de sus beneficiarios, que quedan así señalados desde el principio, generando sentimientos de agravio por no tener nada que ver con legítimos hechos diferenciales y suponer una alteración de los equilibrios territoriales.
El problema no radica, sin embargo, tanto en el diseño del modelo autonómico o de su dinámica propia, sino en el sistema político general en cuanto puede ofrecer la ocasión de poner en cuestión, tal vez sin quererlo, el modelo territorial del Estado. No se busque pues remedio en encontrar un modelo autonómico, más perfecto, pues por perfecto que hoy nos parezca su alteración podrá volver a plantearse de nuevo, pues el sistema de Gobierno o el sistema electoral no acompaña al sistema autonómico. Parece que hay general coincidencia en que es la situación de debilidad de la minoría mayoritaria ganadora la causa de todos los males; el remedio exigirá entonces fortalecer a esa minoría vencedora. Sólo se me ocurren dos formas de obtener ese fortalecimiento: con una reforma del sistema electoral o mediante alguna alteración de las relaciones entre el Gobierno y el Parlamento.
De la primera forma no es el momento de hablar aquí, pues plantea complejos problemas que exigen una consideración más detenida, desde el momento en que la deseable formación de mayorías estables no puede hacerse prescindiendo de la concurrencia de las minorías, ni desde luego de las nacionalistas, en la gobernabilidad del Estado. La estabilidad debe en todo, caso combinarse con un reconocimiento de su papel, singularmente en las materias de relevancia autonómica, y con una reforma del Senado en la que tengan cabida las peculiaridades de las nacionalidades históricas.
La segunda forma de fortalecimiento del Ejecutivo puede instrumentarse con la introducción en nuestro país de dos instituciones perfectamente conocidas en el derecho comparado: la investidura automática como presidente del Gobierno del líder del partido ganador de las elecciones, por una parte, y la moción de confianza constructiva ligada a un proyecto de ley del Gobierno o a una decisión de importancia, por otra. La investidura automática permitiría que, transcurridos los dos meses de sucesivos e infructuosos intentos, el candidato del partido ganador que se haya presentado al debate de investidura sea investido automáticamente como presidente y por tanto sin necesidad de suscribir pacto alguno de carácter previo. El automatismo en la elección ante la falta de acuerdo parlamentario tiene antecedentes en el régimen local y en alguna comunidad autónoma. La corrección a introducir en ese sistema consistiría en dejar al propio candidato la opción de renunciar a la investidura automática, si considera que resulta preferible la convocatoria de nuevas elecciones.
Para que ese sistema no se transforme en una cruz para el investido es preciso asegurarle algún instrumento mínimo de gobernabilidad, que actúe de cebador de pactos posteriores ante la eventualidad de un Gobierno con una mínima estabilidad. Esa es la función que cumpliría la moción de confianza decisoria o ligada a una decisión importante o a un proyecto de ley. La institución es conocida en el derecho comparado, como es el caso de Francia. En esencia, se trataría de que el presidente del Gobierno pudiera plantear una moción de confianza vinculándola a un proyecto de ley determinado o a una decisión política de cierta importancia; vinculándola, por poner un ejemplo, con la aprobación de la Ley de Presupuestos. El planteamiento de la cuestión de confianza. supondría que si no se presenta (o aprueba) una moción de censura, con propuesta de nuevo presidente de Gobierno, en el plazo de cinco días (artículo 113 de la Constitución) desde que se suscitó la cuestión de confianza "decisoria", se entendería aprobado el proyecto de Ley de Presupuestos del ejemplo.
En definitiva, si los demás partidos no son capaces de proponer otro presidente de Gobierno, el que plantea la confianza tendría la posibilidad de seguir gobernando al menos en los aspectos indispensables para que exista cierta estabilidad. En efecto, el carácter de remedio extraordinario que tiene esta institución exige que sólo se deba utilizar en contadas ocasiones y para limitar su uso podría haber dos técnicas: la primera, cuantitativa, consistiría, por ejemplo, en la previsión de que sólo puede ser utilizada una vez en cada periodo de sesiones o, alternativamente, cuatro veces en cada legislatura; la segunda, cualitativa, que sólo se pueda utilizar para la aprobación de los Presupuestos, incluso limitándola con la condición de que la misma no suponga una alteración porcentual determinada de los de la anterior legislatura; también se podría conectar su uso con el supuesto que se propone de que el presidente haya resultado investido de forma automática.
Con estás limitaciones, que cierran el paso al abuso por la minoría mayoritaria se refuerza la posición del presidente del Gobierno y le permite no aceptar determinados apoyos; además abre una dinámica que puede facilitar pactos, siempre convenientes sean posteriores o anteriores, ante la expectativa del inevitable establecimiento del Gobierno. Si se aceptase que estos instrumentos son buenos para nuestro país sería necesaria una reforma de la Constitución en sus artículos 99, 112 y 114.
Esa reforma me parece la única capaz de dotar de estabilidad al sistema político, a la vista del panorama de improbables mayorías absolutas en el futuro, más que los pactos autonómicos. El pacto autonómico es nada, porque para el Gobierno de turno el problema es cómo saca adelante los presupuestos de cada año o las leyes que considera necesarias sin que los apoye la oposición que pretende ser alternativa diferenciada de Gobierno, ni las demás minoría, nacionalistas o no, si no obtienen contrapartidas que alteren, entre otros, algún elemento del equilibrio territorial, posibilidad que justamente trataría de cerrar el famoso pacto autonómico. Éste sólo sirve si va acompañado, ya sea de otros instrumentos como el de la moción de confianza "decisoria", ya sea de un compromiso de apoyo al estilo de la "gran coalición". Pero esta última sólo tiene sentido para circunstancias excepcionales (amenaza de guerra o gravísima crisis económica, etcétera) y no puede ser la técnica ordinaria de reforzamiento del Ejecutivo. La situación podría estar madura para abordar esa reforma y establecer unas nuevas reglas del juego político que permitan al país, confiar para el futuro en la estabilidad de un sistema autonómico libre de los problemas coyunturales del sistema político general.
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