Kant en el Cesid
Conforme pasan los meses resulta cada vez más evidente la factura, la enorme factura política, que hemos de pagar todos los españoles por el tumultuoso final de la larga década de Gobierno socialista bajo el liderazgo de Felipe González. Dejo a los estudiosos y analistas la valoración de hasta qué punto aquel final sigue condicionando -y lo hará todavía por años- la lógica de todas las actuaciones políticas, tanto en cuestiones internas como en relaciones internacionales. No es mi propósito entrar hoy en este tema.Sí quisiera referirme, en cambio, a una cuestión aparentemente puntual, pero muy significativa. Con ella deseo mostrar hasta qué punto este condicionamiento, que el final de etapa del Gobierno de González proyecta sobre el presente, puede convertirse en intolerable, al afectar no sólo a la praxis política -en democracia siempre reversible-, sino a la propia concepción del Estado de derecho, lo que resulta ya desesperante. Voy a referirme a esa ofuscación al hilo de un artículo de don Elías Díaz sobre el secreto de Estado, editado por EL PAÍS el 2 de noviembre. Pues el profesor Elías Díaz es víctima de ella de una forma bienintencionada, pero fatal.
El fondo de la cuestión, naturalmente, afecta a los papeles del Cesid. Para ser más precisos: afecta a la decisión gubernativa del presidente del Gobierno saliente de declarar secretos unos documentos que, presuntamente, pueden ser decisivos para esclarecer el sumario de los GAL. Con suma lógica, el presidente entrante, respetando su función de gobernar, y no la de juzgar a su antecesor -las órdenes del Ejecutivo son incontestables, y ejecutivo era González tanto como Aznar, por lo que, desde el punto de vista del Estado, son jurídicamente la misma persona-, no tiene nada más que decir sobre el caso, salvo dejarlo en. manos de los restantes poderes del Estado.
Desde el punto de la teoría clásica del Estado, nada hay de irregular en esta conducta. Al contrario, es ejemplar. Puesto que nadie aceptaría el principio de que el Gobierno entrante ha de revisar los papeles secretos del saliente, para decidir discrecionalmente cuáles de ellos se hacen públicos, nadie puede aceptar, consecuentemente, que esto se produzca ni siquiera una sola vez.
Ahora bien, en la teoría clásica del Estado puede darse otra situación, perfectamente normal. El presidente de un Gobierno asumió su responsabilidad y clasificó unos papeles como secretos. Un particular, reclamando justicia ante un presunto crimen de Estado, pone en marcha una investigación judicial. El juez natural del caso, en el curso de sus investigaciones, puede tener indicios de que, en relación con ciudadanos españoles -Lasa y Zabalza lo eran-, puede hacerse justicia si se conocen estos papeles secretos. Así, dicho juez reclama al Tribunal Supremo que, como garante último de los derechos individuales de los ciudadanos, ponga a su disposición esos papeles. En buena lógica, si el Tribunal Supremo los exigiese, deberían serle entregados, pues de otra manera la palabra justicia no significaría nada para un nacional. Ahora bien, si esta palabra no tiene sentido para uno, no lo tiene para ninguno. Es así de sencillo. Si no se entregasen esos papeles, no se podría impartir justicia. Entonces el Estado dejaría realmente de existir.
Ésta es la tesis clásica de Teoría del Estado. El párrafo 48 de la Metafísica del derecho de Kant es bien explícito: si bien la orden del Ejecutivo es incontestable, la sentencia del juez es inapelable e irrevocable. Esto hace que los dos poderes trabajen coordinados, pero que, cada uno en su función, sea último: en relación con las decisiones gubernativas, el responsable último es el jefe del Ejecutivo; en los contextos de juicio, la sentencia última del juez es irrevocable.
Pero he aquí que, para mi sorpresa, este caso concreto de los papeles del Cesid -que el Estado de derecho español ha encarado con normalidad y ejemplaridad- parece reclamar una transformación de la doctrina clásica del Estado de derecho, justo a partir de la bien concreta cuestión de los viejos arcana. Tras apelar a la importancia de los secretos de Estado, tras defender que el Ejecutivo no puede ser juez de secretos que afectan a todo el Estado, a la sociedad civil y a los derechos de los españoles, Elías Díaz recuerda -de forma más bien doctrinaria- la contradicción radical entre arcana y publicidad moderna, para finalmente caer en la ofuscación fatal: los principios, dice, están claros; pero quedan por ver los "complejos casos concretos".
Y en relación con los casos concretos, con un caso concreto, el profesor Díaz transforma toda la estructura del Estado y quiebra el principio de la coordinación de poderes. Así que para impedir que entremos en el gobierno de los jueces, -un peligro que es tan real como que la clase política y la sociedad civil cometan injusticia de forma absolutamente generalizada- se pretende que sea el poder legislativo, el más, soberano, el que tenga la decisión en cuestiones sobre materias reservadas. Y no contento con esto, se nos propone que lo haga en una comisión ampliada donde estén además representados los otros dos poderes y altas instituciones del Estado. La comisión estatal de secretos oficiales sería así la unión de todos los poderes del Estado. El soberano en cuerpo y alma, en la plenitud de su presencia en la tierra. La coordinación -que supone la división y el carácter independiente de cada uno en su área de función- queda sustituida por la unión de los poderes que guardan los arcana.
Un caso concreto, por tanto, genera así una propuesta que encierra una perversión del sentido mismo del Estado de derecho. Baste una reflexión para probarlo. Supongamos que esta comisión toma una decisión de reservarse el exclusivo conocimiento de un papel. Supongamos que un juez normal, en el curso de una investigación normal, encuentra motivos para reclamar la desclasificación de ese papel. En este caso, ¿a quién apelará para su desclasificación? Supongamos que de esta forma se comete injusticia ante un particular. ¿Qué poder del Estado quedará libre de mancha si es todo el Estado el que tomó la injusta decisión? Pero nadie, ni la más soberana de las comisiones, puede prever que no esté cometiendo una injusticia al decidir una actuación, porque quien decide si se ha producido justicia o injusticia, siempre a posteriori, es, en su fuero interno, el particular, y en el fuero externo, el juez. Este supuesto no es un caso teórico caprichoso: es el símbolo bajo el que nos representamos nuestras verdaderas garantías como nacionales de un Estado ante la siempre posible injusticia derivada de ese mismo Estado. La clave de la cuestión es que la injusticia siempre tiene un responsable limitado. La propuesta del profesor Díaz obligaría a declarar responsable a todo el Estado, lo que es exactamente lo mismo, que declarar impunes las decisiones de esa comisión ampliada. De esta forma, los españoles estaríamos, entonces sí, absolutamente desprotegidos.
Mi querido maestro y amigo: la división de poderes es el mejor mecanismo inventado por la historia para que se haga justicia en todos los niveles del Estado. El poder legislativo debe entregar las leyes universales y el presupuesto que rigen la actuación del Ejecutivo. El poder ejecutivo es el responsable máximo de los actos administrativos que llevan consigo decisiones concretas, entre ellas la custodia de los arcana. El poder judicial investiga si en esos actos jurídicos o administrativos se han producido daños a derechos de terceros en los casos concretos y a instancias de la parte perjudicada en su conciencia. Ninguno de ellos agota la razón de Estado. El primero se atiene a la Constitución, el segundo a la ley, a las mayorías parlamentarias y, además, a la investigación del poder judicial post féstum, no de oficio, sino a instancia de parte.
También, como es obvio, todo poder del Estado, en último extremo representante del pueblo soberano, se atiene a su sentido de la responsabilidad política, que, una vez más, se ha demostrado que equivale a su capacidad de sentir vergüenza ante su pueblo.
Usted, don Elías, confiesa que en todo este asunto se trata de un caso concreto. Un caso no puede poner en cuestión el principio de que es responsabilidad del jefe del Ejecutivo decidir el secreto. Este principio, sin embargo, quedaría completamente en entredicho si, una vez que se produce una investigación judicial, se diese impunidad en esa decisión. Éste sería el caso si se llegase a formar esa comisión que usted propone. Por el contrario, lo que vemos durante estos meses es que, desde una normalidad que aún debería ser mayor, el Ejecutivo es investigado sine ire et studio por el judicial, cuando está en juego un caso de justicia. Así que yo recomendaría humildemente que no hagamos teoría del Estado sobre casos concretos. Los casos individuales reclaman un buen juicio. Y el juicio reclama sentencias inapelables, pero sólo del último juez.
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