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Museo de cera

Juan José Millás

Hay muchos modos de sentirse extraterrestre en Madrid, pero ninguno tan eficaz como visitar el Museo de Cera. Lo recomendable es dar la impresión de que te has caído en él con la misma falta de intencionalidad con la que otros días metes el pie en un charco y el calcetín se convierte en un huésped hasta que vuelves por la tarde a casa. Si eres aficionado a las experiencias desagradables, en fin, deberías acercarte a los alrededores de la plaza de Colón con el gesto distraído de quien lleva! a cabo una investigación en la Biblioteca Nacional, y dejarte tragar de súbito por unas escaleras mecánicas cochambrosas que te hunden en un infierno de cemento desolador y lleno de corrientes de aire. En ese instante, antes incluso de sacar la entrada, te preguntarás inevitablemente: ¿Qué hago yo aquí, Dios mío?". Si logras superar esos instantes de desaliento y pasas por taquilla, comprobarás que el viaje apenas ha comenzado todavía.El museo es una especie de agujero discontinuo (en un momento dado, si tienes el valor de llegar hasta el fin, has de salir de nuevo al patio infernal para penetrar en otra dependencia), donde los vivos han alcanzado una posteridad casposa mientras que los muertos arrastran una agonía pálida y tan mal trajeada que da pena. Allí está el pobre Enrique Tierno Galván condenado a compartir su existencia cerúlea con la posteridad agónica de José María Álvarez del Manzano. Apenas a unos metros, aparece un Felipe González con aspecto de revendedor de entradas para los toros cuya visión provoca un desasosiego semejante a la de un gusano de seda sorprendido en plena metamorfosis. También hay una familia real completamente polvorienta, como si la posteridad, en lugar de servirle de podio, le hubiera pasado por encima, y un Francisco Franco al que un niño que iba a mi lado confundió con un celador del museo: en eso van a parar los vigías de Occidente.

Luego vienen los campos de concentración propiamente dichos, es decir, los lugares donde los personajes parecen haber sido descargados más que colocados estratégicamente. Hay un café, por ejemplo, dotado de la oscuridad característica de una barra americana, donde Unamuno, Gala y Cela, entre otros, están condenados a hacer de escritores raídos todos los días del año en horario comercial, festivos incluidos. Y hay también una sala de políticos mundiales, presidida por Clinton y señora, con cuyas fotos Bob Dole podría haber ganado las elecciones limpiamente. Hillary va vestida con un traje rojo que parece sacado de un armario ropero de Ana Botella antes de Cristo.

Todo el vestuario, incluido el de los monarcas, tiene ese aspecto menesteroso de las clases medias de posguerra, como si a las chaquetas y a los pantalones les hubieran dado la vuelta una y mil veces. Rodríguez de la Fuente, el pobre, padece de una posteridad absurda, tipo night club, sentado en un rincón con un par de lobos polvorientos a su lado. Nunca, en ningún sitio, la historia universal ha estado tan mal tratada como en ese museo de los horrores. Da miedo contemplar a los Beatles a unos metros de Carmen Sevilla, con su cupón entre las manos, y a Groucho Marx moviendo la cabeza de un lado a otro como preguntándose qué clase de pecado mortal le ha conducido hasta ese infierno de cera.

Si la resurrección de los cuerpos se parece un poco a este espectáculo, las imágenes terribles de nuestros libros de religión se quedaron cortas. Es preciso quitar el polvo a ese museo y reordenarlo de manera que no parezca una mazmorra. En caso contrario, lo, más piadoso sería rematar una a una a todas sus figuras históricas para que las que evocan a los muertos puedan descansar al fin dentro de sus tumbas, y las que evocan a los vivos no nos muestren su lado más sobrecogedor.

Entretanto, si usted quiere jugar a sentirse extranjero, o simplemente extraterrestre, en Madrid, meta el pie en ese charco cenagoso del Museo de Cera y comprenderá en seguida aquello de que hay otros mundos que están en éste. Es decir, a la vuelta de la esquina, frente a la Biblioteca Nacional, que no ha hecho nada para merecer tal castigo. Buena suerte.

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Sobre la firma

Juan José Millás
Escritor y periodista (1946). Su obra, traducida a 25 idiomas, ha obtenido, entre otros, el Premio Nadal, el Planeta y el Nacional de Narrativa, además del Miguel Delibes de periodismo. Destacan sus novelas El desorden de tu nombre, El mundo o Que nadie duerma. Colaborador de diversos medios escritos y del programa A vivir, de la Cadena SER.

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