La moral
En el transcurso del mismo telediario donde relataron las últimas atrocidades de África se enteró de que le había tocado el cupón de los ciegos. Así no resultaba fácil acompasar la vida privada a las convulsiones de la historia universal. ¿Quiénes eran más reales, se preguntó aquellos días de gestiones bancarias y decisiones inversoras, los ciegos o los negros? Mientras su dinero empezaba a reproducirse en el interior de la cuenta a plazo fijo, los refugiados continuaban cayendo de hambre y sed dentro del televisor. A él le habría gustado sentirse culpable para estar más cerca de sus contemporáneos, pero no sabía dónde se encontraban los Grandes Lagos ni era capaz de imaginarse 40.000 muertos juntos. De todos modos, se apuntó a una ONG.A los pocos días empezó a tener mal sabor de boca y un malestar creciente en la región hepática. Dejó de comer angulas durante una semana sin que las cosas mejoraran. Su mujer le pidió que fuera al médico, pero él se negó intuyendo que aquellos jugos amargos que notaba al despertar en la garganta procedían, más que de sus vísceras, de las entrañas de África, quizá de aquel lago -¿el Victoria?- al que iban a parar los cadáveres sin cabeza y con las manos atadas a la espalda que descendían por los ríos. Aquello no era agradable, pero África empezó a tener el mismo grado de realidad que su cuenta corriente. La historia universal y la suya se aproximaban.
Ya no se sentía culpable por la indiferencia con la que escuchaba en el telediario las noticias de Zaire: les prestaba la misma atención perpleja que a su autopsia. Pero notaba un cosquilleo de felicidad al oír el número de los ciegos, que le parecía una rareza hiperreal semejante a la de los documentales del National Geographic. Se murió sin saber si aquello había sido moralmente bueno o malo.
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