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La ocasion de callarse

La verdad de la justicia nunca es un resplandor. Es, por el contrario, una convención. Pero una convención que nos obliga a todos. O, por lo menos, a todos los que queremos apostar por el funcionamiento de las reglas del Estado de derecho. Estas consisten en que lo que la justicia pronuncia definitivamente debe ser acogido como la verdad. No cabe, por tanto, guardar reservas mentales.Desde luego que todo poder es criticable, y acaso más que otros el poder judicial, puesto que su soporte democrático es más débil que el de los demás. Pero, en la medida en que se conviene en la necesidad de que los actos públicos o privados deben estar sometidos al control judicial, no podemos mantener en el mismo plano los pronunciamientos de los tribunales que la crítica a estos pronunciamientos. En el primer caso estamos ante la proclamación de la verdad judicial; en el segundo, se trata simplemente de expresar nuestro juicio particular, discordante con la verdad judicial pronunciada. Incluso en los casos en que la crítica esté desprovista de motivaciones ideológicas o partidistas, por ejemplo, incluso en los casos de expresión de fundados razonamientos doctrinales, el respeto a la verdad judicial exige que entendamos que estas críticas no pueden pretender la sustitución de esta verdad por la nuestra, sino simplemente la proposición de que los futuros pronunciamientos de la verdad judicial acepten razonamientos y criterios que hasta ahora, o que en el caso criticado, no ha aceptado.

últimamente se ha planteado un debate importante y sutil sobre la judicialización inherente al sistema democrático de derecho. Dejemos a un lado la discusión "en profundidad" de los argumentos mantenidos por una u otra parte, en relación con la autonomía o no de los "actos políticos" porque, a las primeras de cambio, se ha abierto una primera sima, entre los que pretenden razonar sobre los términos de este debate y los que intentan utilizar el debate para mantener sus planteamientos partidistas. Veamos, en efecto, la primera paradoja: una buena parte de los que defienden la judicialización de los actos políticos niegan la consecuencia más inmediata de su afirmación: cuando el Tribunal Supremo se pronuncia sobre el hecho de que Felipe González no debe ser llamado a declarar, se niegan a aceptar la verdad judicial convenida y, por tanto, proclamada en un Estado de derecho. No saben distinguir, ni siquiera, entre la verdad judicial -el pronunciamiento del tribunal- y el sentido de los votos particulares que, por haberse quedado en minoría, no son verdad judicial, sino simplemente proposición de doctrina, acaso para el futuro.

Según las convenciones del Estado de derecho, "lo cierto" es que Felipe González no debe ser citado, porque no es justo que lo sea y, por tanto, porque, al no citarle, no se produce ni discriminación ni trato desigual. Anguita, "el que no tiene pelos en la lengua", podrá deducir que, en algunos casos, las declaraciones de un arrepentido han provocado la inculpación de un narcotraficante, mientras que las declaraciones de gentes tan nobles como García Damborenea o Roldán no han provocado la inculpación de González. Pero es lo cierto que este debate sobre la discriminación ha sido también materia de la discusión del tribunal competente y, juzgando que la discriminación sólo se produce cuando se da trato desigual a situaciones iguales, ha concluido que no se da discriminación cuando se decide no llamar a González. Y así proclama la verdad judicial. Anguita, desde su lengua sin pelos, tiene perfecto derecho a opinar lo contrario, pero debe respetar que no es a él a quien corresponde proclamar la verdad judicial.

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Anasagasti, e igualmente el portavoz de Herri Batasuna, Carmelo Landa, se han pronunciado en semejante sentido, denunciando que no hay igualdad ante la ley. Pero, ante este tema, a uno se le ocurren algunas consideraciones que las voy a exponer, aunque sea brevemente, porque son incidentales en relación con el razonamiento que estoy exponiendo. Anasagasti y Landa no se dan cuenta de que, si de política hablamos, la desigualdad mayor sería la que se produce cuando defienden la excarcelación de los presos de ETA -Anasagasti, es cierto, cuando renuncian a la violencia, a diferencia de Carmelo Landa-, mientras que no se sabe que hayan defendido la excarcelación de los criminales del GAL, aunque hayan renunciado a la violencia. (Perdón, con una excepción: hasta donde yo recuerdo, no se han opuesto a la excarcelación de Amedo y Domínguez, a pesar de que la verdad judicial se ha pronunciado sobre ellos; como se ve, el problema de los "actos políticos" es algo más complicado de lo que a primera vista parece). Anasagasti y Carmelo Landa tienen perfecto derecho a opinar contra el pronunciamiento del Tribunal Supremo, pero el primero debe comprender que no es él quien pronuncia la verdad judicial y al segundo no se le debe reconocer el derecho a sustituir la expresión democrática por la suya.

Los parlamentarios, cegados por su evidente mayor legitimidad democrática que la de los jueces, pueden caer en el error de confundir su libertad de expresión y de criterio con el monopolio de la verdad judicial que tienen atribuida los jueces. Ya es más difícil que pueda justificarse la diarrea verbal del fiscal general. De este señor cabía esperar que se sintiera comprometido por su función en la construcción del sistema de pronunciamiento de la verdad judicial. Porque la verdad no es sólo un pronunciamiento de los jueces: es también el resultado de un procedimiento del que son parte, además de los jueces, el fiscal y los abogados. La comezón por decir obviedades que le ha entrado, contra lo que la junta de fiscales expresó en su día y, sobre todo, en el momento en que cualquier pronunciamiento suyo podía ser interpretado como una injerencia en el pronunciamiento de la verdad judicial, revela su desprecio al funcionamiento de la justicia.

Y no vale ni siquiera el argumento de la obviedad. Está claro que cualquier persona -también Felipe González- puede ser imputada si aparecen nuevos indicios racionales que conducen a esta conclusión. Pero esta "cualquier persona" puede ser, más que Felipe González, que precisamente acaba de ser sujeto pasivo de una exculpación, otro cualquiera, corno, por ejemplo, un tal Ortiz Urculo, sobre el que nada se ha dicho a su favor en eventuales acusaciones que le pudieran llegar por delitos que pudiera haber cometido: asesinato, tráfico de drogas o cualquier otro. Yo he aprendido a no poner la mano en el fuego por nadie -y no la pondré por Ortiz Úrculo-, pero en todo caso, estaría mal que ni siquiera se insinuara ahora algo tan obvio como que cualquiera puede cometer esos delitos. No es tolerable, por tanto, que se diga la obviedad de que, si hubiera cometido esos delitos, tendría que ser imputado por ellos. No lo es por dos razones: la más fuerte, porque no estoy dispuesto a aceptar la necesidad de la probatio diabólica, según la cual uno esté forzado a demostrar su inocencia, incluso ante insinuaciones; la menos fuerte, pero más de acuerdo con nuestro sistema judicial democrático, porque espero que la verdad judicial la pronuncien los tribunales.

Y mientras tanto, todos, y muy en especial el fiscal general, tendrían que aprovechar la ocasión de callarse.

es catedrático del ESTE de San Sebastián.

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