Oficios y tinieblas
Bastó con derribar una manzana para dar cabida en el plano de la ciudad a don Carlos Cambronero, ilustrado cronista de la Villa, sucesor de Mesonero Romanos, al frente de la Biblioteca Municipal, hombre erudito y discreto como su, plaza, que es un alivia dero, el único, del estrecho cauce de la calle del Pez, una parcela de reducidas dimensiones y pro nunciada pendiente al estar si tuada en las primeras estribaciones de la abrupta calle del "Molino de Viento", molino que, un día coronase la cima de una, de las colinas de Madrid que, según ciertos cronistas, son siete, para no ser su ciudad, menos que Roma, ni ellos menos que sus colegas romanos. Los árboles oblicuos de la plazuela se inclinan lacios y mustios sobre el suelo, resignados a su perra suerte. Esta plaza sólo tiene un rincón: el vértice de la L que forman dos vetustos caserones. Sólo una tienda de restauración y antigüedades abre su modesta portada en estos bajos despoblados. Pero la cara que da a la calle del Pez es mucho más animada y no precisamente por el anuncio luminoso de una caja de ahorros esquinera, sino por el colorido visual que le prestan un quiosco de periódicos y revistas profusamente ilustradas y un puesto de claveles que atienden dos gitanas a todo color. Justo al lado del Palentino, un bar que es algo más que un bar sin dejar de ser un bar dé la esquina, un foro multicolor y multiétnico de la opinión y de la vida del barrio, aunque ya no circulen por allí los periodistas del Informaciones, que tenía su redacción en la vecina calle de San Roque. Sobre los locales de la caja de ahorros, se asoman a los árboles de la plaza los artísticos balcones de la Casa de León, que forman parte de uno de los edificios más notables de la calle por la cuida da y copiosa ornamentación de su fachada. Durante muchos años, todos los domingos por la tarde los efluvios de la música que amenizaba los bailes del centro regional sé diluían en el aire inmóvil de las calles cercanas y desdobladas para teñir aún más de melancolía los crepúsculos dominicales. Entonces, en esos balcones se apiñaban, estrujando sus mejores galas, rubicundas afincadas en la capital, que daban la espalda a la sala del Pez de baile y espera ban a la fresca, fingiendo indiferencia, ser solicitadas por sus fieros paisanos, restallantes dentro de sus trajes de domingo y sus camisas blancas, congestionados sus rostros por la presión del nudo de la corbata. Cenicientas y príncipes de barrio, de un barrio que era entonces discretamente próspero, con sus talleres artesanos, donde se practicaban oficios ya perdidos, y sus pequeños comercios federados para hacer frente a los grandes consorcios que acabaron con ellos.
Del otro lado de la calle del Pez cierra la plaza una de las alas del convento de San Plácido, nada del otro mundo visto desde aquí, aunque su templo guardado a cal y canto sea una de las más misteriosas joyas del patrimonio artístico madrileño, no sólo arquitectónico sino también pictórico y escultórico. Es posible que las monjas de San Plácido guarden tantas reservas sobre su tesoro para desanimar a los curiosos impertinentes que podrían visitarlo para satisfacer heréticas y esotéricas aficiones o simplemente llevados por el morboso atractivo de las historias y leyendas que entre sus muros, no siempre venerables, se forjaron o se urdieron. Historia y leyenda en la que se dan cita novicias endemoniadas y confesores diabólicos, un gran inquisidor, un rey y un papa, más el polimorfo diablo enredador de unos episodios que, incluso sin los aditamentos de piadosas leyendas posteriores, se configuran como un paradigma de la novela gótica, un laberinto romántico de pasiones y posesiones en un escenario de celdas y claustros.
Cuatro años después de su fundación, una monja de la congregación comenzó a dar síntomas de furiosa y maniática exaltación y a echar espumarajos por la boca, incluso a la hora de las comidas en el refectorio. Su confesor, el benedictino Juan Francisco García Calderón, "varón, cuya ciencia y virtud eran admiradas", dice el cronista Pedro de Répide, estuvo a la altura de la ocasión y diagnosticó inmediatamente que aquella desgraciada era "energúmena, posesa del enemigo malo", y le recetó unas sesiones de exorcismo que él mismo se encargaría de impartirle. No se sabe a ciencia cierta si fue la fama de las bondades del tratamiento, o bien la presencia de un tipo de posesión especialmente contagioso, mas el caso es que, a los pocos días, ya eran 26 las monjas posesas y al esforzado exorcista se le acumulaba el trabajo. Unos meses después, el Santo Oficio vendría a liberarle de su carga y se llevaría con él a la cárcel inquisitorial de Toledo, aunque se supone que pernoctarían en celdas separadas, a todas las monjas endemoniadas y a la madre superiora que parecía estar al cabo de la calle. Al santo varón le cayó reclusión perpetua, ayuno a pan y agua tres días a la semana y "dos disciplinas circulares". La superiora, que contaba con poderosas influencias, no tardó en ser repuesta en su cargo.
Hoy, en los muros de San Plácido que dan a Pez, figuran varios grafitos realizados a considerable altura. Sus autores tuvieron que trepar para realizarlos sobre los locales de los languidecientes bajos comerciales, estuvieron quizá muy cerca de las celdas monacales, pero sin duda estaban pensando en otra cosa.
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