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La guerra ha terminado

"This is a fine war", dijo, algo inquieto, John Cornford. "Sure. lt's a fine war", le tranquilizó su amigo, John Sommerfeld. Una guerra hermosa había estallado en España y Cornford, que tenía 20 años, era británico y promesa de poeta de primera clase, vino a morir en ella, "for communism and for liberty", al volante de una camioneta con el pecho destrozado por la metralla. Nadie puede dudar de la sinceridad y profundidad de su compromiso, del generoso aliento que lo movía, de la pureza de su ideal. Vino porque era una 'fine war" y lo era, sin duda, para él y para tantos como él que dejaron su vida en ese trozo de África incrustado en Europa y evocado por el más grande de ellos, W. H. Auden, cuando cantó desde su escritorio "el incremento deliberado de las oportunidades de morir, la aceptación consciente de la culpa en el crimen necesario". Pero Cornford murió demasiado pronto y sin ver hasta dónde puede llevar la idea del crimen necesario. Cuando no se escamotean los hechos, no sólo los que llevaron a unos distinguidos jóvenes poetas británicos a tomar las armas por una causa lejana, sino también los que movieron a sus camaradas a asesinar a los adversarios del propio bando, la guerra de España puede parecer hoy todo menos una "fine war". Si se recuerdan todas las muertes, la de Cornford como la de Nin, la de los campesinos ametrallados en Badajoz como la de los curas exterminados en Lérida, la de los brigadistas caídos en el frente de Madrid como la de los miles de fusilados en las tapias de Madrid, hay que estar de acuerdo con el amigo de Auden, Sephen Spender, cuando aseguraba, diez años después de la guerra, que "la intensidad y la cierta pureza poética" , de sus primeros momentos, vividos por él al compartir el pan y el vino que los campesinos le ofrecían a su paso, apenas habían existido antes y no existieron después, cuando escuchaba atónito las atroces heroicidades que le contaba regocijado un taxista en Barcelona.

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Comprender la intensidad y la pureza poética que movió a tantos hombres y mujeres a ir a la guerra y compartir sus sentimientos sin miedo a mirar de frente toda la sangre y la crueldad derramados tras ese momento de fervor fue la tarea a la que hubo de enfrentarse una generación de españoles que irrumpió en la escena política veinte años después del comienzo de la guerra con un papel en sus manos que decía: "Nosotros, los hijos de los vencedores y de los vencidos". A la generación de 1956, integrada por los "niños de la guerra", debemos la reconstrucción de ese "nosotros" que permitió una radical transformación de la mirada por la que que pudimos percibir la "inútil matanza fratricida" donde antes sólo se recitaba un relato heroico. Fueron ellos los que convirtieron la guerra contra el invasor en guerra fratricida, el ansia de exterminio en política de reconciliación. Aquellos niños, ya mayores, dejaron de vivir los peligrosos juegos de su infancia como victoria de unos, derrota de otros, para representarlos como catástrofe de todos.

Veinte años más se negaron a compartir esa mirada los que hasta su último aliento mantuvieron el discurso de la guerra civil como si de una guerra contra el invasor, nueva guerra de la independencia, se tratase. Pero la tardía y parcial petición de perdón por la Iglesia católica, la muerte de Franco y la desaparición de su régimen parecían dar definitiva razón a quienes desde 1956 planteaban la exigencia de reconciliación como única salida política a los destrozos de la dictadura. Por lo que se ve, sólo parecían dar razón, porque la espantada del presidente del Congreso y la huida del alcalde de Madrid ante la presencia de un puñado de veteranos de las Brigadas Internacionales pone de manifiesto que hay todavía españoles incapaces de reconocer que la guerra ha terminado y hablar el lenguaje de reconciliación que sirvió a los niños de aquella guerra para abrir el camino de esta democracia.

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